Dicen los antiguos que aún guardan algún recuerdo de esos días, que lo que hoy es Six Flags, fue otrora un parque de diversiones ubicado al sur de la Ciudad de México, sobre el 1900 de la carretera Picacho - Ajusco y de nombre Reno Aventura. En realidad era el Nuevo Reino Aventura, porque antes de haber uno nuevo, existía otro más viejo.
Y cuentan que en ese viejo Reino Aventura había una mansión de fachada oscura e intensiones siniestras, a la que se entraba por una puerta chirriante que abría paso no a una escalera, sino a una oscura rampa pronunciada e interminable que conducía a sus visitantes hasta el recibidor. A lo alto, grabado con elegante caligrafía mediante pintura acrílica sobre la pared, estaba descrita a detalle la aún más antigua leyenda de La Llorona.
Dejando atrás rampa, leyenda y una araña de estilo colonial que con su luz proyectaba sombras mortecinas sobre el espacio, se penetraba al recibidor de la Mansión, donde uno había de permanecer de pie a falta de asientos para aguardar a ser atendido. Alrededor de uno, en la paredes teñidas de rojo carmín que a la vez enclaustraban un aire sofocante y sombrío, estaban a cada tanto, los retratos de personajes ilustres de alguna época remota. Todos muertos. Difícilmente podían leerse sus nombres en las pequeñas placas cubiertas de óxido que precariamente eran iluminadas por velas falsas que recibían alimentación de un secreto cableado.
La espera no solía ser larga, siendo fieles a la verdad; la Mansión no habituaba ser paciente.
Al dejar atrás la sala de estar, los visitantes se veían arrojados al interior de un escenario dantesco. Una bizarra cámara de tonalidades negras, como en permanente luto, donde rieles de una maquinaria cuestionamblemente hecha por manos humanas, arrastraban plañideras góndolas como carros a los que los recién llegados eran forzados a subir. No era posible desandar el camino. Al subir a los carros y sentarse, una pesada barra se cerraba en su regazo imposibilitándoles cualquier movimiento.
Así, las góndolas se alejaban, arrastrando a sus ocupantes por la obscuridad hacia las entrañas de la Mansión, siempre hambrienta de nuevos curiosos. Así, como en un ensueño más rayano en la pesadilla, los rieles de la extraña maquinaria les conducían por parajes macabros, cada uno más aborrecible que el anterior, mientras de lontananza, fragmentos de la banda sonora del Drácula de Bram Stoker llegaban sinuosos hasta sus oídos.
Primero, un pueblo del tiempo de la colonia, donde la gente que lo habitaba llevaba sobre sus cansados rostros las más inefables huellas del miedo, presagio inevitable del recorrido que apenas comenzaba. No era fácil prestar atención a las flores adornando las ventanas, ni a la luna brillante que iluminaba con dificultades; lo sencillo era clavar los sentidos en las puertas que se cerraban de golpe al pasar los carros, o en el grito aquél, desgarradoramente maternal que preguntaba una y otra vez por encima de los tejados, ¿Dónde están mis hijos?
Entonces las nefandas vías se adentraban en la boca de una mina abandonada que descendía, y descendía en la inquietante obscuridad, hacia una luminiscencia rojiza que avisaba a murmullos el final de las tinieblas. Pero era una mentira. Al doblar un codo del camino, el carruaje conducía a sus ocupantes cautivos directamente hacia una oquedad en la piedra donde el propio Satanás aguardaba con mirada lasciva y sonrisa malsana, pronunciando palabras arcanas que sin ser entendidas, eran capaces de sobrecoger al espíritu mejor templado. Pero su intención solo era estar ahí, y dar paso a quienes estaban por entrar a alguno de los círculos más bajos del mismísimo infierno.
Por todos lados emergían trozos de personas buscando huir del abrazo de la roca, pidiendo piedad, tratando de sujetarse de algo o de alguien para poder escapar. En ocasiones se trataba de una mano tratando de asir el aire viciado, o de un rostro que emergía de cualquier lado con sus facciones desdibujadas, sin aliento, pronunciando palabras que morían antes de cruzar sus labios.
Pero las vías seguían en absoluta indiferencia a los horores y sobre ellas las ruedas de las góndolas avanzaban, chillando, rechinado, soportando el peso de las historias que una y otra vez volvían a presenciar.
Dejar atrás a los condenados sólo significaba ser conducido mediante las más oscuras artes a los calabozos de la inquisición, donde hombres se despojaban de su humanidad al llevar a la tortura a cientos de inocentes que exhalaban su último suspiro sobre el potro, la rueda o el suplicio del agua. En ningún otro momento la música orquestada por fantasmales instrumentos podía llegar a ser tan nítida.
Fuera del calabozo de las torturas aguarda un dragón, emergiendo de los muros del túnel subterráneo como un gusano torvo y corrompido. Bajo su gran cabeza que voltea con apetito hacia los durmientes de las vías cuando el llanto de las ruedas atrae su atención, hay unos huevos grandes, de color nauseabundo, esperando dejar salir la cría que cada uno guarda para convocar el final de los días.
Es entonces cuando el camino comienza a ascender, trayendo consigo un aire de esperanza que se entrecorta al cruzar por un pasillo largo, alfombrado e iluminado con candelabros resignados a no iluminar del todo. Entonces, los huéspedes recuerdan dónde se encuentran, y ven de los cuartos las puertas iridiscentes por una luz propia, tratando de abrirse y dejar escapar lo que sea que se encierra más allá de la maldición de sus umbrales.
Y luego el firmamento abierto. El exterior debajo de esas estrellas que dibujan constelaciones hermosas, estrellas de luz milenaria por encima de un bosque inquietantemente apacible, silencioso, a donde la música de los calabozos no llega más. Es una paz de cementerio.
El primer ulular de un búho, da aviso del lugar; la sinfonía de grillos lo confirma, y las tumbas sembradas a lo largo del camino matan cualquier duda o incredulidad. Algunas de ellas están a medio enterrar, o quizá a medio desenterrar. Esqueletos derramados por el suelo, o sostenidos del tronco de un árbol como un borracho tambaleante que se niega a dejar atrás la juerga. Al pasar los carros a sólo unos pasos, hay un ataúd que se abre por la fuerza de un brazo blanquecino, sin músculos ni piel, mientras otro similar y envuelto en jirones de tela se contorsiona por ir al exterior.
Retomando el camino de vuelta al pueblo, las barras de frío metal abandonan la presión que ejercieron sobre el regazo de sus ocupantes; están dispuestos a dejarles ir y ansiosos por conducir nuevos visitantes. Los anteriores saltan a tierra, pues la góndola no se detiene, y corren dejando atrás el inframundo de pesadilla, mientras un último alarido taladra sus oídos desde la lejanía de un pueblo olvidado, ¿Dónde están mis hijos?
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