Segundo sutra del Reino.

En las fiestas era sencillo saber quién estaba en el Reino de la Risa, bastaba echar un vistazo al que hablaba a gritos, a la que no dejaba de contar anécdotas (Sapo, te extraño...) o al que se encueraba sobrio y sin problemas encima de una mesa. Casualmente, también éramos estos personajes quienes en la fiesta de cada fin de año se llevaban el Keiko de Oro al más simpático, a la más guapa, al más...
Si, Keiko era la orca macho de legua rasposa y aleta caída que trabajaba en el parque, cuya entrenadora era Renata, ¡que mujer...! Y ni qué decir de su veterinario.

También estaba Reinaldo, así bautizamos a la manifestación ectoplásmica que convivía con nosotros en el juego; presunto responsable de que escucháramos nuestros nombres donde no había nadie que los pronunciara o nos cayeran bolitas de papel desde la nada. Era molesto que las sillas se quitaran de su sitio cuando estabas por sentarte, o que niños aparecieran y se desvanecieran en el pasillo aquél de luz negra. Pero, ¿qué trabajo no tiene sus inconvenientes?

Claro, como a mi no me sacaron los paramédicos en estado de shock...

Inicialmente se trataba de un empleo de fines de semana, que podías mantener mientras estudiabas los otros días. La excepción eran los eventos entre semana y las temporadas de verano e invierno.

Un día vino a México Michael Jackson para dar un concierto en el Estadio Azteca. Dangerous. Al siguiente martes tuvimos que ir a trabajar porque el sujeto tuvo a bien alquilar el parque con el fin de que varias casas hogar de niños pudieran visitarlo; y no conforme con eso, pegó las entradas al límite para que ese día, cualquiera que pasara por las puertas de Reino pudiera entrar gratis. ¿A quien se le ocurre? Trabajamos como negros ese día para muchas personas que de otra manera no hubieran podido pagar su entrada.

En aquél entonces trabajar en Reino Aventura afectaba tus relaciones sociales. Positiva o negativamente. Para unos era una envidiable cuestión de prestigio, para otros una razón para reducirte a la categoría de fresa burgués y wannabe. Sin embargo, nadie sabía el efecto tremendamente adictivo que el parque tenía.

Este Neverland te envolvía, te invitaba a renunciar a cuanto no era parte de Reino Aventura, te cambiaba. Era difícil no tragarte el boleto de pertenecer a una especie de elite, te lo creías absolutamente. El diseño institucional de Reino Aventura implicaba una política hacia el empleado que propiciaba muy abiertamente el que éste se tatuara la camiseta del parque. Daba mucho de lo que un post adolescente desearía, salvo buena paga, al grado de que nadie hubiera deseado salir de ahí jamás.

Aún recuerdo el día en que Tziktzik, tras un suspiro, dijo con ligereza que Reino Aventura era su novio. No le hacía falta más. Hoy día, ella trabaja en RH de una empresa y parece que ya lo ha superado.

Sin embargo el tiempo también cambió a Reino Aventura. Tres años más tarde cerraron el Rossli, las fiestas eran ya muy esporádicas, y más las salidas a la Marquesa o al Ajusco. El parque empezó a abrir entre semana también y la paga se redujo. Había más preocupación por la competencia. El ambiente de jolgorio se fue mitigando y paulatinamente cobró el cariz de un empleo convencional. Aún quedaban los recuerdos y la nostalgia, pero no eran suficientes.

Las transiciones alcanzaron al Reino de la Risa. Gente fue y llegó, yo mismo pasé a otros juegos mientras el mío (...el mío!) cerraba por remodelación. Meses después abrió de nuevo y me convertí en el encargado, esta vez quedaba bajo el patrocinio de Nintendo, y aunque todavía era el mismo juego, ya empezaba a dejar de ser lo que era.

Duró cuanto tenía que durar.

Más meses después, renuncié definitivamente. Habían pasado 5 años desde que Beluci me dio aquél curso de inducción al parque. Reino no tenía ya más que aportarme y la decisión de dejarlo la tomé camino al trabajo, en el bus, tan de súbito como decidí en otro momento empezar a trabajar ahí.

En la actualidad, el parque pertenece a una empresa transnacional, tiene otro nombre y seis banderitas a la entrada de su estacionamiento, y el Reino de la Risa es un edificio con una cara de payaso en su fachada y nada más. Hasta podría pensarse que hay unas oficinas en su interior. Ya nadie se ríe ni se espanta con sus fantasmas, quienes, por cierto, deben de estarse muriendo de aburrimiento.

Quienes también vivieron eso, están de acuerdo en que Reino te cambiaba. Es unánime. Hoy tengo 30 años y aún soy el mismo egocéntrico que aprendí a ser en ese lugar, un tanto vanidoso, muy exhibicionista, tremendamente desinhibido. Ya me quedé así, y sólo a veces vuelvo a ser aquél introvertido de antaño; me lo permito quizá sólo por nostalgia. Todavía puedo chorerame a la gente con la labia que aprendí en ese entonces y, claro, aún me embriaga sobremanera el estar frente a un público y tener ese control absoluto. Causar efecto en las personas, hacer mella y despertar todo, cualquier cosa salvo indiferencia.

Y ya. A Pinocho no le fue tan bien cuando lo llevaron a esa feria donde los niños se convertían en burros. Cada quién es responsable de en qué se convierte.

A decir verdad, contando esto me sentí como un viejito dicharachero hablando de sus tiempos pasados. Me doy cuenta de que hablar de lo que recordamos, si se trata de algo que fue significativo, hace un poco más reales nuestros recuerdos, impide que se apaguen, y, probablemente, es la mejor manera de compartir algo que resulta ser bastante íntimo al fin de las cuentas, nuestros porqués de lo que somos.

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