[Publicado en Anodis: http://anodis.com/nota.asp?id=10101]
Al acto de asociar atribuciones negativas con el homoerotismo entre dos personas, se le suele llamar homofobia. En los últimos años, suficientes esfuerzos se han conjugado desde lo científico, filosófico y médico en torno al análisis de este tema, encontrando que no hay la menor evidencia para establecer un carácter negativo, patológico o antinatural a la homosexualidad, lo que deja a la homofobia en una precaria condición de inargumentable.
Sin embargo, esta nociva actitud se mantiene enraizada en lo más hondo de nuestra cultura debido a tres cuestiones fundamentales que han contribuido a que sea heredada y sostenida de generación tras generación, se trata de tres errores surgidos del prejuicio social y la mala información:
La primera tiene todo que ver con el modelo sexual vigente: la heterosexualidad, modelo que tiene un carácter claramente reproductor y una larga tradición en perseguir y condenar las otras sexualidades que no buscan ese fin. Sexualidad y reproducción fueron en un principio definidas como sinónimos y, al hacerlo, fue afirmado que la sexualidad es patrimonio exclusivo de las parejas heterosexuales, preferentemente bajo la venia del matrimonio.
En otras palabras, desde las “buenas costumbres”, la única justificación para la sexualidad y su práctica reside en la reproducción biológica, negando a los individuos la posibilidad de elegir abiertamente no tener hijos o tenerlos, de acuerdo con el proyecto de vida personal. Así, la primera fuente de la homofobia en nuestra cultura reside en que la homosexualidad es independiente a cualquier intensión reproductiva, como en general, debieran ser todas las sexualidades.
Y lo cierto es que alguna vez fue menester que sexualidad y reproducción fueran una sola, una época en la que había que ser muchos para tener ejércitos inmensos e invadir otros pueblos, o como fue el caso de los hebreos: ser muchos para hacer frente a las invasiones romanas y egipcias. Se levantó la prohibición de abstenerse a tener hijos y procrear se volvió un valor necesario, que con el paso de las centurias y la llegada de la explosión demográfica, perdió todo su sentido.
En segundo término tenemos, auspiciada por la tradición judeocristiana: la prohibición del placer. Todo aquél que se entregue conscientemente al disfrute de los placeres es un ser extraviado en el pecado y que se distancia del paraíso, dado que, tal como reza el catecismo, habitamos sufrientes en un “valle de lágrimas” del que hemos de salir, mediante la muerte, para encontrarnos con la felicidad verdadera. Frente esta consigna de dudosa credibilidad se establece la obligación de desconfiar tajantemente frente a toda fuente de placer en pro de preservar la pureza del espíritu.
El hombre o mujer homosexuales, entonces, no solo llevan la práctica de su sexualidad lejos de la intensión reproductiva, sino que, incluso, la ejercen motivados por la búsqueda del placer, violando los preceptos cruciales para una tradición religiosa que predica la abstinencia y el auto castigo para la expiación de los pecados. Esta segunda cuestión es particularmente relevante para las mujeres, a quienes culturalmente se les negó el reconocimiento de su sexualidad desde la Edad Media para ser vistas como criaturas eternamente inocentes y asexuadas, que en su abnegación les interesa poco consumar el placer físico. Frente a esta falsa concepción oscurantista y retrógrada, pero lamentablemente vigente, la realidad se impone cuando mediante el lesbianismo, las mujeres expresan abiertamente su derecho natural al disfrute y el gozo, manteniendo por motu proprio relaciones sexuales con otras mujeres.
El último elemento que da mantenimiento a la homofobia, se liga igualmente a la cultura que heredamos, donde el género es un elemento fundamental de estratificación social. Aquí los hombres tienen estadísticamente mejor salario que las mujeres, mayor credibilidad y un mejor prestigio, una ostentación de poder y superioridad que ya existía entre los romanos y este mito androcéntrico es parte de su herencia.
La Roma Clásica fue una sociedad con gran aprecio por la virilidad, aunque, irónicamente, no encasillaran el comportamiento amoroso según el sexo de los practicantes; sí, en cambio, según el papel activo o pasivo que adoptaba el ciudadano en cuestión. Ser activo era ser masculino y actuar como un macho frente al partenaire sexual; lo condenable era la pasividad del varón, su “afeminamiento”. Por ello, cuando un hombre se mostraba menos masculino frente a otro, o frente a una mujer, era prontamente castigado con el rechazo social.
Esta concepción hacia la identidad de los géneros y lo que se esperaba de estos, fue propia de las sociedades patriarcales o guerreras de antaño, en que se atribuían al varón los roles dominantes en lo sexual, económico y político; no es exclusiva de la sociedad romana, pero su difusión a través de la cultura y el derecho romano ha dejado una sólida huella que prevalece efectivamente hasta nuestros días.
Es San Pablo quien en el escenario religioso define lo que era la mollities (pasividad masculina) como una falta muy grave en la muy amplia escala de pecados de la carne, y que es cometida cuando un varón permite que su cuerpo sea empleado por otra persona, ya hombre o mujer, para obtener placer. Este tabú hacia la pasividad en el varón, que lo “degrada” del lugar preferencial que le corresponde en la jerarquía de género hasta el “nivel inferior que le corresponde a la mujer”, se ha mantenido firme hasta nuestros días, aún en presencia de la razón y la lógica modernas.
Así, encontramos que asociar la sexualidad más a una búsqueda del placer que a la reproducción biológica, es uno de los orígenes del rechazo social a la homosexualidad, forma de amar en la que además, el varón hace una aparente renuncia de su lugar privilegiado por encima de la mujer “sometiéndose” al deseo de otro hombre. Sin embargo en la homofobia pesa más la prohibición para el varón a ser pasivo que los otros dos factores, motivo por el cual se vuelve un rechazo preservado incluso al interior de la colectividad gay a modo de “homofobia internalizada”.
Sin embargo, esta nociva actitud se mantiene enraizada en lo más hondo de nuestra cultura debido a tres cuestiones fundamentales que han contribuido a que sea heredada y sostenida de generación tras generación, se trata de tres errores surgidos del prejuicio social y la mala información:
La primera tiene todo que ver con el modelo sexual vigente: la heterosexualidad, modelo que tiene un carácter claramente reproductor y una larga tradición en perseguir y condenar las otras sexualidades que no buscan ese fin. Sexualidad y reproducción fueron en un principio definidas como sinónimos y, al hacerlo, fue afirmado que la sexualidad es patrimonio exclusivo de las parejas heterosexuales, preferentemente bajo la venia del matrimonio.
En otras palabras, desde las “buenas costumbres”, la única justificación para la sexualidad y su práctica reside en la reproducción biológica, negando a los individuos la posibilidad de elegir abiertamente no tener hijos o tenerlos, de acuerdo con el proyecto de vida personal. Así, la primera fuente de la homofobia en nuestra cultura reside en que la homosexualidad es independiente a cualquier intensión reproductiva, como en general, debieran ser todas las sexualidades.
Y lo cierto es que alguna vez fue menester que sexualidad y reproducción fueran una sola, una época en la que había que ser muchos para tener ejércitos inmensos e invadir otros pueblos, o como fue el caso de los hebreos: ser muchos para hacer frente a las invasiones romanas y egipcias. Se levantó la prohibición de abstenerse a tener hijos y procrear se volvió un valor necesario, que con el paso de las centurias y la llegada de la explosión demográfica, perdió todo su sentido.
En segundo término tenemos, auspiciada por la tradición judeocristiana: la prohibición del placer. Todo aquél que se entregue conscientemente al disfrute de los placeres es un ser extraviado en el pecado y que se distancia del paraíso, dado que, tal como reza el catecismo, habitamos sufrientes en un “valle de lágrimas” del que hemos de salir, mediante la muerte, para encontrarnos con la felicidad verdadera. Frente esta consigna de dudosa credibilidad se establece la obligación de desconfiar tajantemente frente a toda fuente de placer en pro de preservar la pureza del espíritu.
El hombre o mujer homosexuales, entonces, no solo llevan la práctica de su sexualidad lejos de la intensión reproductiva, sino que, incluso, la ejercen motivados por la búsqueda del placer, violando los preceptos cruciales para una tradición religiosa que predica la abstinencia y el auto castigo para la expiación de los pecados. Esta segunda cuestión es particularmente relevante para las mujeres, a quienes culturalmente se les negó el reconocimiento de su sexualidad desde la Edad Media para ser vistas como criaturas eternamente inocentes y asexuadas, que en su abnegación les interesa poco consumar el placer físico. Frente a esta falsa concepción oscurantista y retrógrada, pero lamentablemente vigente, la realidad se impone cuando mediante el lesbianismo, las mujeres expresan abiertamente su derecho natural al disfrute y el gozo, manteniendo por motu proprio relaciones sexuales con otras mujeres.
El último elemento que da mantenimiento a la homofobia, se liga igualmente a la cultura que heredamos, donde el género es un elemento fundamental de estratificación social. Aquí los hombres tienen estadísticamente mejor salario que las mujeres, mayor credibilidad y un mejor prestigio, una ostentación de poder y superioridad que ya existía entre los romanos y este mito androcéntrico es parte de su herencia.
La Roma Clásica fue una sociedad con gran aprecio por la virilidad, aunque, irónicamente, no encasillaran el comportamiento amoroso según el sexo de los practicantes; sí, en cambio, según el papel activo o pasivo que adoptaba el ciudadano en cuestión. Ser activo era ser masculino y actuar como un macho frente al partenaire sexual; lo condenable era la pasividad del varón, su “afeminamiento”. Por ello, cuando un hombre se mostraba menos masculino frente a otro, o frente a una mujer, era prontamente castigado con el rechazo social.

Es San Pablo quien en el escenario religioso define lo que era la mollities (pasividad masculina) como una falta muy grave en la muy amplia escala de pecados de la carne, y que es cometida cuando un varón permite que su cuerpo sea empleado por otra persona, ya hombre o mujer, para obtener placer. Este tabú hacia la pasividad en el varón, que lo “degrada” del lugar preferencial que le corresponde en la jerarquía de género hasta el “nivel inferior que le corresponde a la mujer”, se ha mantenido firme hasta nuestros días, aún en presencia de la razón y la lógica modernas.
Así, encontramos que asociar la sexualidad más a una búsqueda del placer que a la reproducción biológica, es uno de los orígenes del rechazo social a la homosexualidad, forma de amar en la que además, el varón hace una aparente renuncia de su lugar privilegiado por encima de la mujer “sometiéndose” al deseo de otro hombre. Sin embargo en la homofobia pesa más la prohibición para el varón a ser pasivo que los otros dos factores, motivo por el cual se vuelve un rechazo preservado incluso al interior de la colectividad gay a modo de “homofobia internalizada”.
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