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Erase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un pequeño poblado a las afueras de una nación imponente y pendenciera. Sus habitantes, los del poblado, vivían felices porque sus vidas transcurrían en la mayor tranquilidad y armonía; nadie se metía con nadie, puesto que no había un solo habitante al que le faltase algo. Por aquí corría un manantial de aguas templadas, por allá aguardaba una tierra increíblemente fértil donde germinaban incluso las semillas que por descuido se caían entre las rocas.
Pero un mal día llegaron forasteros de la nación vecina y se maravillaron con las riquezas de aquél lugar y la belleza de sus habitantes, por lo que no perdieron tiempo en regresar a su patria y contar a todos el poblado del rico valle que habían encontrado. Entonces, lentamente, las cosas empezaron a cambiar.
Todo inició como un intercambio meramente comercial y amistoso: la nación se llevaba algo del trigo del valle y el poblado recibía a cambio algunas reses para sus establos. Pero en cada ocasión se llevaba más trigo a cambio de cada vez menos reses.
Los ancianos del poblado se reunieron al ver esta creciente situación; algunos de ellos intuían lo que estaba por venir: “Vendrán cada vez por más” decían, “hasta que al final querrán quitarnos nuestra tierra”. Ante este diagnóstico los otros miembros del consejo guardaban silencio, había quienes parsimoniosamente asentían con la cabeza, pero igual había los que decían: “Pero somos sólo un poblado de muy pocos habitantes, y ellos una numerosa nación”. El segundo argumento también era acertado.
Por eso a la mañana siguiente, como parte de una ingeniosa pero desesperada estratagema del consejo de sabios, los pobladores del hermoso valle recibieron una noticia asombrosa:
La noche anterior, mientras todos ustedes dormían, el más respetado de nuestros ancianos caminaba meditabundo por los linderos del valle cuando, de repente, un cuerpo celeste descendió de las montañas y le dijo: “¡los ancestros me han enviado para que corrijáis vuestro camino!, vuestros hombres, los hijos de nuestros ancestros, deberán amar solamente a vuestras mujeres; y ellas sólo a ellos a su vez, entregándose jóvenes al honor de procrear a los hijos del valle. De ese modo los ancestros estarán orgullosos del poblado, donde las mujeres tendrán su lugar avivando el fuego del hogar y los hombres el suyo cuidando a sus familias del hambre y las bestias salvajes”.
Durante centurias ellos y ellas se habían amado entre sí de la manera que mejor les apetecía y habían ido en bola a sembrar o levantar trampas para los depredadores de las montañas; una declaración semejante, que carecía por completo de precedente, transformaba de cabo a rabo hasta la más insignificante de sus estructuras sociales, pero había sido dicha por los propios ancestros y escuchado por el anciano más respetado del valle, por lo que nadie se atrevió a negarse.
Con el paso de largos años la relación entre la nación vecina y el poblado se volvió más accidentada, por no decir hostil; pero el que otrora fuera un pequeño poblado, se había vuelto ya una ciudad que abarcaba todo el valle, y la nación vecina se lo pensaba dos veces antes de iniciar una nueva rencilla, pues dentro de sus muros imponentes, se decía que en el valle sólo habitaban hombres, porque cuando volvían sus espías, éstos declaraban que en las calles sólo se les veía a éstos trabajando, y en las áreas de caza tampoco había un solo poblador que no fuera varón, lo que a los dirigentes de la nación les hacía mirar hacia el valle con cautela.
De esta manera la estrategia de los ancianos tuvo un éxito contundente: si el número tan reducido de habitantes en el valle era un elemento que los hacía vulnerables frente al enemigo, había que volver invisibles a las mujeres para que pareciera que la mayoría de pobladores eran hombres e incrementar la taza de nacimientos en el poblado, prohibiendo que ellos satisficieran su erotismo con otros hombres y las mujeres con otras mujeres. Y para que la nueva norma fuese incuestionable, se diría que no es un mandato del consejo de ancianos, sino uno proveniente de los mismísimos ancestros; a ver quién se atreve a repelar.
Entonces muchas generaciones pasaron y al final las dos naciones se fueron a la guerra; una contra la otra lucharon a fuerzas iguales. Y una guerra y más generaciones después, de las dos naciones solamente quedó una, que iba desde el valle de los ancestros hasta el otro lado de las montañas, creciendo con la herencia de las otras dos naciones que la precedieron.
En esta nueva y joven nación había leyes que acotaban el comportamiento entre sus habitantes y éstas regulaban, incluso, la forma en la que se relacionaban unos y otros entre sí. Por ejemplo, se sabía que el amor entre dos hombres o dos mujeres estaba mal visto por el espíritu de los ancestros y eso hacía de aquella forma de amar un evidente pecado.
Es verdad, entre esta gente ya no había ninguna necesidad de imponerles reglas acerca de cómo y a quién amar o a quién no, pero ellos seguían creyendo que fueron los ancestros quienes mandaron sobrenaturalmente esta ley, y quienes conocían la verdad y razón de una imposición como ésta, hacía tiempo que habían muerto. Recordemos que ellos, al inicio de esta historia varios párrafos arriba, ya eran ancianos.
De esta manera la nación se hizo reino y el reino se volvió imperio, extendiéndose por el planisferio enseñando a los pobladitos a su paso las ventajas de los grandes números demográficos y esparciendo una cultura donde sexualidad era sinónimo de reproductividad, entre otras de las cosas que implican una cultura. Y al final, la heterosexualidad se institucionalizó incuestionablemente como el formato oficial para el erotismo entre las personas, y se castigó con dureza cualquier estilo de sexualidad disidente; hasta nuestros tiempos.
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