"Al agonizar el viejo marino, pidió que le acercasen
un espejo para ver el mar por última vez".
un espejo para ver el mar por última vez".
Cuando conocí a La Chata tendría yo unos dieciocho años, tal vez diecinueve y ella fácilmente más de setenta. Era una mujer jovial, tremendamente enamorada de la vida, enérgica y siempre más que dispuesta a contar alguna historia a la primera oportunidad. La conocí, entonces, hace quince años, cuando debido a un berrinche cuyos motivos he olvidado, renuncié a Reino Aventura y me fui a trabajar una temporada a la Feria de Chapultepec, lo que otrora fueran los tradicionales Juegos Mecánicos con su Montaña Rusa y toda la cosa.
En realidad no trabajé en La Feria propiamente, sino en unos trenecillos que deambulan por el Bosque de Chapultepec, en la primera sección. Turistas y nativos se subían a estos trenes escénicos y, siendo paseados por las principales calzadas del bosque, escuchaban desde los altavoces del tren una explicación de cada punto en el recorrido: el alcázar del castillo, el centro de convivencia infantil, la entrada al zoológico de Chapultepec y etcétera. Mi trabajo era precisamente ese, hablar del bosque y mantener a los visitantes entretenidos.
Fue de esa forma como conocí el Tótem que el gobierno de Canadá colocó en un prado cercano a la Fuente de Netzahualcóyotl; la placita de la fuente del Quijote, que fue decorada de cabo a rabo con mosaicos traídos de Talavera, cada uno de ellos con una escena distinta de la obra de Cervantes; el ahuehuete que responde al nombre de “El Sargento”, uno de los primeros árboles en su tipo que fueron plantados en el bosque bajo mandato del Rey Poeta; el audiograma, el planetario, la Zopilotera y hasta el mismísimo Castillo de Chapultepec. También fue de esa forma como conocí a La Chata, quien tenía una modesta tiendita frente al acceso principal del zoológico.
La Chata nació en el Castillo de Chapultepec, que para quienes no lo saben, fue cede del gobierno de varios presidentes mexicanos y hasta de un emperador; actualmente el castillo es un museo nacionalista donde de vez en cuando se realizan eventos artísticos o alguna que otra fiesta privada. Sus padres, regresando a La Chata, eran en aquel entonces cuidadores del alcázar, por lo que se les permitía vivir entre sus paredes, respirando el aire de doscientos años de historia y codeándose con los fantasmas de batallas pasadas, asesinatos, conspiraciones y vaya usted a saber qué más. Con todo este transfundo, ella creció para volverse periodista; sin embargo su anhelo secreto fue siempre haber nacido gitana.
Y entre que gitana y periodista, la mujer se enamoró desde el principio del castillo, del bosque y de la magia que habitaba entre sus árboles. Por eso, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, compró mediante una pequeña fortuna el terrenito de diez metros donde a la postre instalaría su tiendita, con sus mesitas desmontables de plástico color coca - cola, sus sillas y su letrero de “Refrescos a $3”. Junto a su local estaba el viejo invernadero del bosque, y entre ambos una delgada avenida por la que cruzaban los trenes para llegar a “El Quijote”, una escultura en bronce de Ponzanelli. De esa forma fue como, pasando y pasando, terminé un día estableciendo una amistad con La Chata.
Las primeras veces ella me disparaba el Sidral Mundet que me tomaba mientras platicábamos, pero con el tiempo mi dignidad me hizo empezar a pagarlos. Lo que se mantuvo gratis hasta el fin fue el manjar de historias que paulatinamente me convirtieron en un cliente recurrente del lugar. Bueno, en realidad iba sólo una vez cada semana, porque aún estudiaba el bachillerato y realizaba el servicio social además de trabajar en el bosque.
Así fue como me enteré del singular problema que los vendedores ambulantes padecían por temporadas, pues ellos, obligados como estaban a recoger su basura diaria, la reunían en un costado del Lago Mayor para que al amanecer los recolectores pasaran en su camión con el fin de llevársela. Sin embargo, contaba La Chata, a veces sucedía que bajo el abrigo de la noche, muy cerca ya de las doce, alguien de los últimos vendedores sorprendía a una parvada de niños que jugando entre los cerros de basura, terminaban regándola por todos lados. Me consta que aquella gente, los vendedores ambulantes, no tenían el mejor carácter del mundo, así que solía ser suficiente un solo ambulante mal encarado profiriendo maldiciones a los cuatro vientos para que todas esas criaturitas corrieran en desbandada de vuelta al lago, de donde no volvían a salir sino hasta noches después, para volver a jugar con la basura.
Chaneques. Así es como los llamaba ella. El Bosque está lleno de chaneques y una debe cuidarse mucho de sus travesuras, decía.
En el Bosque de Chapultepec están los Baños de Moctezuma, una especie de spa precolombino que Moctezuma tuvo a bien construir al principio de su mandato, seguramente para disponer de un lugar donde relajarse de su chamba como Tlatoani después de un día muy ajetreado. La Chata no sabe desde cuando, pero dice que hay una parejita que, desde que ella tiene memoria, va a reunirse en las puertas de la reja de los baños por ahí de las nueve de la noche. Él llega primero y después ella, se besan, se abrazan y tomados de la mano descienden por el H. Colegio Militar (la calzada más grande del Bosque, que le da la vuelta completa a modo de circuito) hasta las faldas del Cerro del Chapulín, donde comienza el camino que sube hacia el Castillo y ahí, en la oquedad de la roca que fuera el ascensor hacia el alcázar, ambos aún tomados de la mano, se suelen esfumar en la nada.
La Chata sabía cosas, y yo creo que ella podía ver más cosas de las que puede dar cuenta una persona más normal.
Recuerdo que cierta ocasión me platicó de las runas, ella las leía como también sabía leer el café o las cartas, concretamente la baraja española. Ante mi interés hacia las primeras, me explicó que las runas eran símbolos con los que los antiguos celtas solían escribir mensajes, pero que cada letra aludía a una idea por sí misma, a un espíritu que podía dar respuesta a una pregunta determinada mediante las piedras donde cada runa se encontraba tallada. Desde ese día soñé recurrentemente con ella. En mis sueños ella continuaba explicándome el significado de las runas, la manera de interpretarlas y el modo de hacer las preguntas correctas; para enseñarme, ella movía pequeños cántaros de río donde cada símbolo estaba grabado, y al levantarlos de la tela sobre la que los había dejado, aparecían pequeñas imágenes colgando de cada piedra, que al desprenderse se ponían a volar en círculos alrededor de nosotros.
Eran solamente un sueño, por supuesto.
La tarde de cierto día lluvioso, llegué a su tienda transformado en una sopa de pies a cabeza. Había dejado de ir a visitarla porque para entonces yo había dejado los trenes y regresado a trabajar a Reino Aventura y además cruzaba una pesarosa racha de exámenes finales en la escuela. Me despachó un Sidral y nos pusimos a platicar de mil cosas mientras la lluvia caía con el brío de cualquier lluvia que cae entre los árboles de un bosque; accidentalmente le hablé de mis sueños, el tema brotó de manera espontánea. La Chata entonces sonrió con esa mueca que yo había aprendido a interpretar como el “no te voy a contar” que frecuentemente me aplicaba cuando me sobrepasaba en mis preguntas, y se limitó a preguntarme: “y, ¿si has aprendido?”.
Con el paso de los días, los meses se fueron ensartando en esta terquedad a la que le llamamos tiempo y yo no encontré la oportunidad de volver al Bosque sino hasta medio año después. Fui derecho a la entrada principal del zoológico para buscar a La Chata, pero vi su tienda cerrada. Nunca más la volví a encontrar. Los años pasaron y hoy, incluso su tienda ya no está donde estuvo por décadas; hoy La Chata es otra historia que se cuenta en el Bosque, junto con las de chaneques, fantasmas, brujas y nahuales; pero esta es, al menos, una que recuerdo personalmente con cariño.
Y sí, sí aprendí. Paulatinamente descubrí que conozco el significado de cada runa y el modo de usarlas, enlazarlas e interpretarlas. Finalmente, creo que tuve una excelente maestra.
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