Cuando era niño, acaso de siete u ocho años, teníamos en casa una extensa biblioteca con más de seiscientos volúmenes, un gran porcentaje de eso eran novelas de varios autores y había también alguna que otra enciclopedia. Había fines de semana en los que me levantaba temprano y los contaba uno a uno, en la intimidad de la madrugada, imaginando qué historias podrían desarrollarse detrás de títulos como tan poco reveladores como “Los Miserables” o “El Corsario Negro”.
A edad tan temprana, mi fascinación por los libros resultó tan notoria que mis padres, cuidando oportunamente de mi salud mental, me invitaron a alejarme justo de los que más atraían mi atención. Por esa razón, armado de una lámpara sorda, por meses mantuve la costumbre de fingir que dormía y al extinguirse los sonidos en el resto de la casa, abandonaba mi habitación y me dirigía al librero para explorar las páginas de aquellos libros prohibidos. A “El Resplandor” de Stephen King le siguió “El Azteca” de Gary Jennings y etcétera.
De esa forma asocié la literatura con una cierta libertad profana, como un acto de transgresión mediante el cual inadvertidamente me fui construyendo. Con el tiempo llegó la noche en que fui sorprendido durante alguna de mis lecturas clandestinas: mi madre llevaba minutos completos parada detrás de mí y yo, clavado como estaba entre la Francia y la España de “Los 3 Mosqueteros”, no tuve ni el tiempo para inventarme una buena excusa. Pude, mínimo, haber podido decirle esto no es lo que parece.
Como sea, había pasado ya los ojos por tantas y tan dispares historias, que el establecerme restricciones literarias había perdido por completo su sentido.
Así, mi infancia transcurrió en una sucesión de historias de horror donde un viejo Cadillac podría desarrollar un espléndido impulso psicópata y una ancianita gentil y dicharachera tenía en su haber ya algunos meses de sepultada. Mis juegos pueriles, en aquel entonces, dejaban translucir este bagaje cultural, lo que a veces ponía nerviosos a los otros niños del vecindario. Fue entonces, entre páginas de suspenso, terror y cinco o diez novelas negras con aroma londinense, que resolví hacerme psicólogo; era la vía más sensata para llegar a ser un experto parapsicólogo.
Queriendo adelantar en mi proyecto profesional, devoré media docena de libros de Lobsang Rampa como “El Médico de Tíbet” y otros al más puro estilo de Nostradamus. A los diez años uno se traga cualquier cosa. Y habiendo aprendido que leer no solamente consistía en huir de los mitos de Cthulu o perseguir orcos a lo largo de la Tierra Media, llegué a “Damián”, del que pasé sin darme un respiro al “Lobo Estepario” y de ahí a “Siddhartha”. Para cuando entré a la secundaria: La Salle, un colegio evidentemente religioso en Querétaro, yo era ya un cáustico y existencialista especialista en textos de Hermann Hesse y me sabía, como para complementar, un par de poemas de Gibrán.
Irónicamente jamás durante la secundaria o el bachillerato tuve por tarea leer un libro, así que de no haber sido por el motu proprio, me habría perdido de conocer a Camus, Wilde o Joyce. La consecuencia inevitable fue una jerga propia que me distinguía del resto de mis compañeros de clase, quienes a lo largo de mi adolescencia fueron incapaces de entender la tercera partes del total de palabras que usé para comunicarme.
Sobreviviendo el suplicio nihilista de la adolescencia, mi fortuito encuentro con una novela de Clive Barker me llevó a darle un giro radical a la vida, particularmente a mi vida. Con el objeto de reducir un poco la fobia social que a la postre de los últimos diez y siete años había cultivado, me enlisté en la nómina de un parque de diversiones al sur de la ciudad, donde cinco largos años distribuidos entre la Cabaña del Tío Chueco y el Reino de la Risa me aproximaron lo suficiente a la redención de mis vicios literarios.
Finalmente, un año antes de renunciar al parque, recaí. Los múltiples eventos laborales relacionados con voces, histerias colectivas, apariciones y fantasmas me condujeron a sumergir mis narices entre las hojas de un apergaminado “Malleus Malefiquerum” en la Biblioteca Nacional y “Las Enseñanzas de Don Juan” en la Biblioteca Central. Supe hasta entonces que dios había creado las bibliotecas públicas y coincidí con él en que eso era bueno. Así fue como mi adicción bibliográfica no sólo regresó, sino que incluso se sofisticó.
Convertido ahora en un fiel feligrés de las bibliotecas, dejé deslizarse mi existencia entre éstas, el gimnasio y los museos de la ciudad. Fluctué de la Ciudadela a la Biblioteca de Filosofía, de ella a la Central y de ahí de vuelta a la Biblioteca Nacional, convencido de que no hay, en efecto, absolutamente nada como lo nacional. Atrapado en esta literatura itinerante, a la edad quizá de veintitrés años, adopté el capricho de investigar sobre cualquier tema que me viniera al la cabeza: sociedades secretas, culturas tribales, mitos cosmogónicos, ritos de iniciación y una basta gama de temas recalcitrantemente similares que hicieron evidente el que lo mío, lo mío, era mas bien una carrera más social.
De ese modo, un día le pedí su venia a Heráclito y le di vuelta a la página; me crucé solamente un circuito vial en el mismo campus, con algunos años, trámites y explicaciones de por medio, para vivir el éxtasis de una lectura de los porqués sociales de Moscovici, de las artes de Fromm, los seminarios de Lacan, el heroísmo de Frankl y la sincronicidad de Jung. Aún ahora me pregunto porque sostengo tan vehementemente no gustar del psicoanálisis.
Hoy en día ya no renunciaría a buscar respuestas en los libros, aunque parezca que no hay muchas de ellas en algo como “La Brújula Dorada”, “Dunas” o “La Comedia” de Dante, ni a encontrar en ellos tantas preguntas que solamente alimentan mis dudas. Todos vamos en pos de algo: el poder es una búsqueda con excelente quórum, la fama, la riqueza… y también el entendimiento, que a su modo es tremendamente similar a los otros tres. Yo, precisamente, quiero entender y es eso en realidad lo que busco; por eso no concibo llegar un día a resignarme frente a la duda, aunque tampoco me peleo con ella: es porque dudo por lo que se que existo, eso se lo leí a Eduardo Nicol.
Alguien dijo una vez: somos lo que leemos, o puede ser que en realidad dijera que somos lo que comemos; da igual, el punto es que en el camino de la vida tomamos páginas prestadas de las historias de otros, mientras vamos construyendo al andar nuestra propia historia. Gracias a eso podemos contar de donde venimos, lo que somos y hacia donde vamos, porque a final de cuentas cada hombre o mujer no son su número de seguridad social o su título o incluso su nombre; cada uno de nosotros somos nuestra historia, y conseguimos un fragmento de inmortalidad cuando somos una historia que se gana la pena de ser contada.
A edad tan temprana, mi fascinación por los libros resultó tan notoria que mis padres, cuidando oportunamente de mi salud mental, me invitaron a alejarme justo de los que más atraían mi atención. Por esa razón, armado de una lámpara sorda, por meses mantuve la costumbre de fingir que dormía y al extinguirse los sonidos en el resto de la casa, abandonaba mi habitación y me dirigía al librero para explorar las páginas de aquellos libros prohibidos. A “El Resplandor” de Stephen King le siguió “El Azteca” de Gary Jennings y etcétera.
De esa forma asocié la literatura con una cierta libertad profana, como un acto de transgresión mediante el cual inadvertidamente me fui construyendo. Con el tiempo llegó la noche en que fui sorprendido durante alguna de mis lecturas clandestinas: mi madre llevaba minutos completos parada detrás de mí y yo, clavado como estaba entre la Francia y la España de “Los 3 Mosqueteros”, no tuve ni el tiempo para inventarme una buena excusa. Pude, mínimo, haber podido decirle esto no es lo que parece.
Como sea, había pasado ya los ojos por tantas y tan dispares historias, que el establecerme restricciones literarias había perdido por completo su sentido.
Así, mi infancia transcurrió en una sucesión de historias de horror donde un viejo Cadillac podría desarrollar un espléndido impulso psicópata y una ancianita gentil y dicharachera tenía en su haber ya algunos meses de sepultada. Mis juegos pueriles, en aquel entonces, dejaban translucir este bagaje cultural, lo que a veces ponía nerviosos a los otros niños del vecindario. Fue entonces, entre páginas de suspenso, terror y cinco o diez novelas negras con aroma londinense, que resolví hacerme psicólogo; era la vía más sensata para llegar a ser un experto parapsicólogo.
Queriendo adelantar en mi proyecto profesional, devoré media docena de libros de Lobsang Rampa como “El Médico de Tíbet” y otros al más puro estilo de Nostradamus. A los diez años uno se traga cualquier cosa. Y habiendo aprendido que leer no solamente consistía en huir de los mitos de Cthulu o perseguir orcos a lo largo de la Tierra Media, llegué a “Damián”, del que pasé sin darme un respiro al “Lobo Estepario” y de ahí a “Siddhartha”. Para cuando entré a la secundaria: La Salle, un colegio evidentemente religioso en Querétaro, yo era ya un cáustico y existencialista especialista en textos de Hermann Hesse y me sabía, como para complementar, un par de poemas de Gibrán.
Irónicamente jamás durante la secundaria o el bachillerato tuve por tarea leer un libro, así que de no haber sido por el motu proprio, me habría perdido de conocer a Camus, Wilde o Joyce. La consecuencia inevitable fue una jerga propia que me distinguía del resto de mis compañeros de clase, quienes a lo largo de mi adolescencia fueron incapaces de entender la tercera partes del total de palabras que usé para comunicarme.
Sobreviviendo el suplicio nihilista de la adolescencia, mi fortuito encuentro con una novela de Clive Barker me llevó a darle un giro radical a la vida, particularmente a mi vida. Con el objeto de reducir un poco la fobia social que a la postre de los últimos diez y siete años había cultivado, me enlisté en la nómina de un parque de diversiones al sur de la ciudad, donde cinco largos años distribuidos entre la Cabaña del Tío Chueco y el Reino de la Risa me aproximaron lo suficiente a la redención de mis vicios literarios.
Finalmente, un año antes de renunciar al parque, recaí. Los múltiples eventos laborales relacionados con voces, histerias colectivas, apariciones y fantasmas me condujeron a sumergir mis narices entre las hojas de un apergaminado “Malleus Malefiquerum” en la Biblioteca Nacional y “Las Enseñanzas de Don Juan” en la Biblioteca Central. Supe hasta entonces que dios había creado las bibliotecas públicas y coincidí con él en que eso era bueno. Así fue como mi adicción bibliográfica no sólo regresó, sino que incluso se sofisticó.
Convertido ahora en un fiel feligrés de las bibliotecas, dejé deslizarse mi existencia entre éstas, el gimnasio y los museos de la ciudad. Fluctué de la Ciudadela a la Biblioteca de Filosofía, de ella a la Central y de ahí de vuelta a la Biblioteca Nacional, convencido de que no hay, en efecto, absolutamente nada como lo nacional. Atrapado en esta literatura itinerante, a la edad quizá de veintitrés años, adopté el capricho de investigar sobre cualquier tema que me viniera al la cabeza: sociedades secretas, culturas tribales, mitos cosmogónicos, ritos de iniciación y una basta gama de temas recalcitrantemente similares que hicieron evidente el que lo mío, lo mío, era mas bien una carrera más social.
De ese modo, un día le pedí su venia a Heráclito y le di vuelta a la página; me crucé solamente un circuito vial en el mismo campus, con algunos años, trámites y explicaciones de por medio, para vivir el éxtasis de una lectura de los porqués sociales de Moscovici, de las artes de Fromm, los seminarios de Lacan, el heroísmo de Frankl y la sincronicidad de Jung. Aún ahora me pregunto porque sostengo tan vehementemente no gustar del psicoanálisis.
Hoy en día ya no renunciaría a buscar respuestas en los libros, aunque parezca que no hay muchas de ellas en algo como “La Brújula Dorada”, “Dunas” o “La Comedia” de Dante, ni a encontrar en ellos tantas preguntas que solamente alimentan mis dudas. Todos vamos en pos de algo: el poder es una búsqueda con excelente quórum, la fama, la riqueza… y también el entendimiento, que a su modo es tremendamente similar a los otros tres. Yo, precisamente, quiero entender y es eso en realidad lo que busco; por eso no concibo llegar un día a resignarme frente a la duda, aunque tampoco me peleo con ella: es porque dudo por lo que se que existo, eso se lo leí a Eduardo Nicol.
Alguien dijo una vez: somos lo que leemos, o puede ser que en realidad dijera que somos lo que comemos; da igual, el punto es que en el camino de la vida tomamos páginas prestadas de las historias de otros, mientras vamos construyendo al andar nuestra propia historia. Gracias a eso podemos contar de donde venimos, lo que somos y hacia donde vamos, porque a final de cuentas cada hombre o mujer no son su número de seguridad social o su título o incluso su nombre; cada uno de nosotros somos nuestra historia, y conseguimos un fragmento de inmortalidad cuando somos una historia que se gana la pena de ser contada.
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