Sutra de los viajes.

Si funcionas como yo, probablemente antes de iniciar un viaje, muy poco antes de iniciarlo, aceleradamente abres la maleta que elegiste con una anticipación de cinco minutos, repasas mentalmente una a una las chunches que vas a llevarte en esta ocasión como ropa, cosméticos, equipo tecnológico de soporte (vamos, nunca esta demás) y alguna que otra baratija. Yo incluyo amuletos en este rubro de las baratijas, que no le sorprenda a nadie. Todo al último momento.

Freud diría que hay una resistencia de por medio, cualquiera pensaría que no me gusta viajar.

En parte es verdad. Hacer la maleta y montármela sobre el hombro son cosas que inevitablemente me llenan de cierto grado de nostalgia, acaso del tipo prematuro. Voy reconociendo conforme este año transcurre que me cuesta trabajo soltar: soltar situaciones, soltar gente, soltar posesiones. No siempre es cosa fácil afrontar las pérdidas, y para algunas la cosa nos es más complicada que para el común de los mortales.

Cuando uno deja de estar en un lugar, sucede exactamente eso: dejas de estar, dejas de ser en ese contexto para convertirte en algo así como un recuerdo, en tanto exista alguien que guste de guardar la imagen de tu paso entre los anales de su memoria. He ahí la nostalgia: cuando salgo de viaje, siento nostalgia de mí.

Sin embargo, una vez que he montando la maleta sobre mi hombro y he empezado a andar, el vaso medio vacío se vuelve un vaso medio lleno. Al dar los primeros pasos pierde importancia ser o no recordado, deja de ser trascendentales las incertidumbres del futuro y solo es relevante la aventura. Nunca se tiene mayor control sobre la vida que cuando estas iniciando un viaje lejos de casa, nunca hay para el universo una mayor oportunidad para sorprendernos y hacernos obsequio de las situaciones más insospechadas.

En los viajes se vive de manera plena, uno conecta a cada instante con su entorno y con la gente y consigo mismo en relación al suelo sobre el que estás parado. Encuadrados en nuestro hogar, con las mismas cuatro paredes y las mismas agendas, las mismas personas y el mismo yo mismo, el tedio confabulado con la rutina vuelve a cualquiera insensible; dejas de sentir, dejas de ver, dejas de estar y dejas, finalmente, de vivir. Los viajes son el clima y la radiación que hacen florecer los sentidos, si bien al principio pueda ser doloroso partir.

¿Será cierto que efectivamente en cada nuevo viaje renuncia uno a una parte de si, y que por eso le embarga a uno esta melancolía anticipada? Es posible, lo indudable es que jamás regresamos de nuestros viajes: uno siempre parte siendo de una forma y quien vuelve, para bien, para mal o quizá para peor, lo hace siendo distinto. Quid pro quo: abandonamos parte de nosotros al salir, pero hacemos nuestros fragmentos del lugar que llegamos a visitar. Una cosa por la otra, y al final no queda uno incompleto, pero si distinto.

Para el que cuestione con ligereza este humilde parrafito, bástele solo pedir referencias a la Penélope de Serrat, quien con su bolso de piel marrón y unos gastados zapatitos de tacón, hubo de decirle a su amado en el solaz de la estación: “tu no eres quien yo espero”. El había vuelto, pero no era él.

Y no es que a la gente le den gato por liebre cuando uno vuelve, que en esencia uno sigue siendo el mismo, pero ahora ves más y entiendes mejor. Regresas de darte un chapuzón en otras realidades, contrastantes y distantes a tu bien conocido y por demás dominado contexto. Vuelves de haberte sorprendido sucesivamente, y regresas justo antes de habituarte a tanta sorpresa.

Eso es crecer, finalmente, y a veces los otros se dan cuenta que la vieja piel que usaste te la has cambiado por otra cuando la anterior comenzaba por quedarte chica. En algunas ocasiones el cambio es más que evidente, en otras sutil y, porqué no decirlo, desconcertante.

Desconcertante es el adjetivo con el que antaño se le nombraba a los viajeros, trashumantes y peregrinos, en una época en la que los mortales no viajaban como hoy lo hacen, a la menor provocación y surcando mares enteros con la mano en la cintura. Hoy día viajar no es tan desproporcionadamente (palabra que ya en si resulta desproporcionadamente larga) raro como lo fuera en tiempo de mis abuelos, pero sigue siendo un elemento que nos lleva a mirar distinto al viajero, acaso con una pizca más de respeto.

Viajar es echar a andar un camino, transformándote a bordo de tu auto en la línea semi – recta que conecta dos puntos en el espacio.

¿Y la vida?

Vivir es echar a andar un camino, es un proceso mediante el cual te permites transformarte de maneras insospechadas y cuantas veces se necesite. Quien ha vivido más de lo suficiente presenta a los ojos de los demás a veces marcas evidentes y a veces cicatrices más sutiles, acaso incluso, francamente desconcertantes. Quienes le han sacado jugo a su vida son personas en cierto modo desconcertantes, interesantes como la accidentada bitácora de un viejo peregrino, sorprendentes por si mismos y fascinantes como sólo podría serlo leer a Víctor Hugo por primera vez.

Viajar y vivir son la una, una metáfora de la otra, y combinadas hacen a los espíritus entidades grandes y eternas, pervivientes en la memoria y ancladas en un sinfín de historias. La vida es un viaje que inicia en el parto y concluye con la muerte, donde la satisfacción de haber llegado, posiblemente nos aguarda con la misma tranquila emoción de quien por fin vuelve a casa.

Ahora yo estoy a diez minutos de que mi avión despegue hacia Vallarta. Ya no me duele haber empezado a andar este viaje, en este preciso instante el entusiasmo ya me pinta una sonrisa estúpida en la cara y estoy listo para lo que venga. Los viajes, sé que como la vida, tienen una parte de proyecto y otro tanto de azar. Ya veré, en cuanto al azar, que tiene para obsequiarme el universo en esta ocasión.

1 comentario:

Unknown dijo...

Gracias por regalarnos ese sutra, viajes - evolución - cambios - descubrimientos y emociones...