Este sitio en la red es en realidad un lugar donde yacen mis recuerdos colgando de los muros, mis pensamientos se agolpan en largos libreros de cuantiosos estantes, mis experiencias flotan a la deriva en una atmósfera impregnada de aromas erráticos y la noche se anuncia estrellada más allá de la ventana. Este lugar es una torre que germinó en una montaña a cuyas faldas se extiende un bosque crepuscular; su puerta es de la madera apolillada de un roble viejo, apolillada, azotada por los elementos y con una aldaba decorada con herrumbre que en su juventud colgaba de la verja fina de un fastuoso cementerio.
Abierta la puerta se ingresa a un pasillo que se desarrolla en espiral y es ascendente, en su longitud hay alguna antorcha encendida que alumbra el camino cada seis o siete escalones, mientras al costado ventanas esporádicas muestran unas veces la pared árida de la montaña y otras veces el verde hambriento del bosque negro. El ascenso es agotador gracias a los cuantiosos escalones y al frío que entumece y aletarga las articulaciones; el fuego en las antorchas sirve para enfatizar las nubes de vaho que se escapan de los labios. Una música suave desciende escaleras adelante, un aullido seco asciende desde la espesura del bosque.
Esta torre es un santuario. Al final de las escaleras una puerta menos imponente que la anterior está entreabierta, dejando escapar una cálida luz ámbar e indescifrables olores que saludan al olfato; tiene la estatura de una persona. El más ligero toque de la mano la hace girar sobre sus bisagras inesperadamente discretas; no hay quejido ni rechinar alguno al abrir el paso. Se avanza un par de metros adelante y un estrecho pasillo se proyecta en movimiento nuevamente circular. Hay otra ventana al fondo, desde la que se ven juntos la pendiente montañosa y la majestuosidad del bosque, el viento se cuela trayendo humedades de ríos fluviales que se esconden a la mirada. La noche continúa siendo el encuadre allende los muros de la torre, la Luna su regente.
Andando, el muro a la derecha deja de ser de roca sólida para volverse tablas transversales de madera, se trata de estantes donde el polvo se agolpa túmulos que guardan la memoria de los años, tal vez de los siglos. Hay pergaminos enrollados en torno a sí mismos y libros voluminosos que guardan historias complejas en su silencio añoso. Colores ocres, desdibujados por el tiempo; su tacto es aterciopelado y templado, sus empastados suaves como la piel humana. Hay en algunos lomos cicatrices discretas de existencias ulteriores.
Continúa el camino en círculos contiguos que se van reduciendo. En breve también el muro de la izquierda se ha vuelto estantes que, como sus pares, se elevan uno después de otro, muchos metros por encima del suelo. Crecen los aromas: algunos de ellos continúan siendo de inciensos ardiendo en invisibles pebeteros, otros recuerdan a una frazada tibia, a sudores mezclados, a cercanías, a adrenalinas y miedo, a nostalgia, a hoguera, a un lecho compartido o a una despedida. Algunos dan ganas de reír al percibirlos, otros arrancan un suspiro cuando se desvanecen.
Entonces, si uno alarga los brazos a los costados, puede tocar con la punta de los dedos el lomo de gran cantidad de volúmenes, cálidos y suaves al paso de las yemas. El polvo cada vez es menor, y llega incluso a desaparecer cuando se ha andado lo suficiente, siempre en círculos como la espiral de un caracol.
Al final hay una estancia oval con un viejo escritorio en el centro, más un altar ennegrecido que mobiliario de oficina. Hay en él, compitiendo en estatura, tres columnas de libros que el desparpajo cultivó, la mayoría de ellos con la cinta que separa alguna determinada página cayendo exangüe hacia un lado cualquiera. Candelabros despiden su luz por doquier y una luz ámbar de flamas que danzan al sentir la menor proximidad, como una mascota que le pide solícitamente algo de alimento a su amo. Hay cuadros colgando de los libreros donde no hay la presencia de los libros, y la imagen de cada uno parece mutar con la danza de los candelabros; parecen moverse, parecen tener vida como esas antiguas películas de cinemascope.
Este santuario es mi blog, y en el escritorio viejo de madera seca hay un libro abierto de páginas amarillentas que con caligrafía estilizada no deja de escribirse a sí mismo, o tal vez es obra de la mano silente de un artífice invisible. Cerca del escritorio la música se intensifica, los aromas son más de sándalos ardiendo y esencia de bosque; la calidez es más reconfortante. Hay una silla con descansabrazos envueltos en piel y un respaldo alto que parecen ser una invitación latente.
Fuera de aquél lugar, que en realidad es una torre, que es un santuario, que es un blog, en el bosque se dice que caza una bestia hambrienta. Pocos la han visto y han vuelto para contar su aventura: un felino, dicen, de grandes proporciones y colmillos largos como dagas. Cuentan que caza leñadores y criaturas del bosque, y que en raras ocasiones cruza los límites del último árbol para romper el tedio de su dieta salvaje mediante algún que otro aldeano civilizado. La criatura no entiende razón ni conoce moral, pero la leyenda dice que es poseedora de un intelecto perverso. Dicen que una vez fue un hombre, pero habiendo sucumbido a sus demonios interiores aquél ser ya no lo es más.
La montaña es habitada por un anciano. Cuenta la gente que en muy contadas ocasiones desciende a las faldas de la montaña para internarse en el bosque y discutir largamente con la bestia que ahí habita. Dicen que el idioma mediante el que ambos conversan es una lengua de la que el tiempo mismo se ha olvidado. Aquél anciano periódicamente visita la aldea en los límites del bosque para cambiar pan por sabiduría, y vino por encantamientos. Los aldeanos desconfían de él, pero cada luna nueva le esperan para recibir su consejo y bendiciones para sus cosechas. Permanece ahí, en la plaza donde está el poso y parte de vuelta a su montaña una vez que despunta el alba.
Dicen que hubo un tiempo en que el anciano fue un hombre, que vivió entre los aldeanos y que cultivaba en sus campos, pero una noche sin luna partió rumbo a la montaña para no volver en mucho, mucho tiempo. Cuando regresó por primera vez, hacía tiempo que quienes le conocieron habían ya muerto.
La gente sabe que en la montaña hay una torre, y se dice que en ella habita un niño. Nadie sabe quién es su madre ni el modo azaroso en que llegó ahí, pero cuentan que en ocasiones toma el sendero que desciende hasta la aldea y juega con los otros niños, y con los adultos, y con los ancianos y las bestias. Cuentan que suele jugar a cambiarse de piel, por eso a veces es difícil reconocerlo, y que en sus juegos y en sus bromas los aldeanos terminan viendo cosas que no deseaban ver. Ellos gustarían de alejarse del niño, pero en verdad es difícil reconocer cuando se trata de él; así de bueno es cambiándose de piel.
Hay una canica de cristal olvidada entre las baldosas de la base del poso en la plaza de la aldea, lleva muchas noches ahí, pero nadie se atreve a levantarla. En ella, adentro de ella, se ve una montaña donde una torre germinó por encima de la sobra de un bosque crepuscular, y cerca de los límites del bosque hay una aldea con una plaza, con un poso y debajo una canica que un niño dejó olvidada entre sus baldosas. Esa canica es un pensamiento, y ese pensamiento soy yo.
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