La noche habita dentro de estas cuatro paredes envueltas por la polilla y los años, el polvo, mis recuerdos y los murmullos de las sombras que se resisten a darle un lugar al silencio. Es nuestro secreto santuario, mío y de la noche, indistinguibles desde hace tantos años que estoy tan solo a minutos de perder la cuenta. Tanto tiempo, tanto cansancio. Para muchos, el correr de los años es una inexorable marcha hacia el final, en el que acaban los agobios, los esfuerzos, las sorpresas y solamente resta la paz. Llegado ese final uno, se dice, puede relajarse y fundirse con la más completa vastedad; te unes al cosmos y titilas al son de las estrellas, fluyes con la marea y te despiertas para resplandecer con las primeras llamas del alba. Llegado ese final eres noche, pero también eres amaneceres y cabalgas sobre los rayos del sol mientras el viento agita los prados para recibirte.
Otros, si embargo, con el correr de los años marchamos a lo largo de sucesivos principios; una interminable cadena de inicios inconclusos que jamás alcanzan final alguno, simplemente se suceden uno después del anterior dando pie a consecuencias y efectos que jamás cesan. Quedas atrapado por cada palabra que pronunciaste en el pasado, cada paso, cada contacto, y sus repercusiones te persiguen no importando cuan lejos corras, a que mundo escapes o en que agujero te escondas. Tarde o temprano siempre habrá una consecuencia que te siga el rastro hasta dar contigo. Eso es el cansancio, la nula posibilidad de que mis responsabilidades, un día por clemencia de los dioses, lleguen a su fin.
Pero los dioses han partido, y tuvieron a bien llevar su clemencia con ellos. Ahora estamos solos.
Y yo estoy solo, en el sótano de esta casa a mitad de la nada. A veces el viento de la montaña arrastra hasta acá debajo algo del aire que escapa del bosque; el manto de nieve no logra extinguirlo del todo, y en las madrugadas los aromas más bien pareciera que repuntan. Esta casa fue otrora el refugio de paso de montañistas que probaban su suerte buscando llegar al pico de la montaña, pero a ultimas fechas la mala fama del lugar le ha restado la totalidad de sus habituales visitantes y nadie, en los meses más recientes, ha llamado a esta puerta solicitando el calor de una hoguera, una manta y algo humeante para beber. Tanto mejor. Creo que los espíritus del bosque se han esmerado mucho en aislar este pedazo de roca del resto del mundo, no entiendo la razón, pero tampoco me importa.
Estoy cansado.
La noche roza sutilmente mis manos con su toque níveo, suave como una telaraña arrasada por la intemperie. Con las pocas semanas que llevo aquí ella ya ha parido más de un centenar de sombras que retozan entre mis libros y debajo de los muebles, entre mis piernas y por las paredes. De cuando en cuando las oigo triturar el cuerpo de alguna rata que se cuela entre la madera, pero se que no dejan restos; son excelentes cuando se trata de no dejar rastros.
He bajado a este cuarto todo lo que me vincula con el mundo exterior y que he venido arrastrando conmigo a lo largo de los años; es decir, me encuentro rodeado por una infinidad de antigüedades. No necesito ninguna iluminación para saber que a mis espaldas está el primer hombre del Vitrubio que un viejo amigo pintó con un lápiz de deleznable calidad, sobre mí hay colgado un amuleto hecho de fragmentos de media docena de animales distintos que parece brillar ligeramente, pero es que las sombras evitan insistentemente su contacto. No es de extrañar. Cerca de mi mano hay un pequeño hatillo marrón con mis viejas runas de hueso, tendrán acaso trescientos o cuatrocientos años, pero el tratamiento con sangre las mantiene en un perfecto estado. Supongo que debajo de ellas continua estando aquella vieja carta con la que una mano de débil pulso me invitaba a pasar la noche en Clos – Luce, en el abril de hace muchos, muchos años.
Los recuerdos pesan como una lápida; desearía poder dormir y que la inconsciencia me obsequiara unos momentos de nada, de una nada suave y cálida. Pero el sueño hace mucho que dejó de llamar a mi puerta y he de quedarme aquí, con los fantasmas de mi memoria doliéndome en cada poro de mi ser. Extraño a los míos, extraño mis hogares y me extraño a mí, por sobre todo, me extraño a mi; especialmente en estos tiempos en los que no se dónde termina mi piel y donde inicia la oscuridad, en los que no identifico distinciones entre el presente y lo pasado, o entre el porvenir y lo que ya ha sucedido una y otra vez. Si en algún momento me sentí vivo, su recuerdo no está ya conmigo.
Pero al fin de esta noche obtendré paz; la tranquilidad derribará la puerta de esta casa y como un huracán irrumpirá en este santuario para devastarlo todo a su paso, haciendo girones mi noche y conduciéndome a mí al sitio donde reposan tantos y todos los recuerdos que he amado y que el paso del tiempo paulatinamente me llevó a olvidar. Mi verdugo me volverá un recuerdo y por fin, quizá con mi sangre en su boca, quizá con ella diseminada en el piso, podré descansar.
Es una cita con mi última consecuencia.
Pero hasta entonces me entregaré al placer morboso que por cuatro centurias he evitado con desesperada obstinación: recordaré, y dejaré la letra de mis recuerdos para pervivir a través de mi historia en páginas amarillentas que probablemente nadie encontrará. Pero eso es asunto del destino; mi nombre es Cedric Sarthois y nací en una noche de primavera de 1509.
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