El extranjero

Es difícil precisar cuánto tiempo transcurrió entre el momento en que tomó la taza del mantelito sobre la mesa y aquél en el que la infusión logro triunfalmente llegar a sus labios. El hombre estaba sentado solo, cerca de la ventana en una vieja casa de te de la avenida Obregón; parecía tan absorto frente a la pantalla de una Lap Top Dell, que cualquiera podría apostar a que el liquido que bebía estaba completamente frio. Había mucho frío en esa tarde y hacía ya rato que la camarera le sirvió una pequeña jarra con manzanilla y un alfajor glaseado de esos que hicieron tan famoso el local.

De cuando en cuando, entre el cuchicheo del establecimiento que rebosaba de clientes, se escuchaban los acelerados tics y tacs de los dedos del hombre sobre el teclado de la computadora. Probablemente era una especie de periodista, que redactaba textos con avidez, y a veces paraba para descansar cuando su mirada se enganchaba con algo o alguien moviéndose más allá de la ventana.

Tres tragos más, es decir, cuatro horas después, el local había sido abandonado por todos sus comensales, todos salvo el hombre de gabardina café y mirada perdida que permanecía sentado en la mesita junto a la ventana, con su taza en mano y mirando hacia la calle. Rodeado por la luz tenue y la decoración morisca de la casa de te, el monitor daba a su rostro un brillo verduzco, casi siniestro. No era esta la primera vez que venía a tomar un te que no alcanzaba a terminar; en los días del ultimo mes, se había convertido en parte del decorado del local, como un tapiz o el mural híper – realista de algún loco pintor de esos que se mal viven en la condesa: el hombre, el resplandor de su computadora, la ventana cruzada intermitentemente por autos y transeúntes, la mesita y un bastón de madera recargado en la pared, que correspondería más con un octogenario, que con un hombre de, a lo mucho, una treintena de años.

Un típico judío de ropas costosas y manierismos elegantes, un acento indescifrable y la cortesía habitual de quien pretende no ser demasiado notorio. Era fácil recordarle porque siempre ocupaba el mismo sitio, permanecía la misma cantidad de tiempo y pedía de la carta exactamente el mismo menú. Probablemente si cambiara alguno de los elementos de la rutina, su vestimenta o el condenado bastón que periódicamente hace tropezar a los clientes que caminan hacia el baño, sería difícil reconocerle.

Cada tarde, minutos antes de cerrar el local, el hombre pide su cuenta y paga con el plástico de una American Express Platino. Hace unos días hubo un espontáneo cotilleo, cuando los empleados de la casa de te cayeron en la cuenta de que podían conocer el nombre de su parco, pero fiel cliente: se reunieron todos alrededor de la camarera que le atendía la mesa en el momento en que ella deslizaba la tarjeta por la terminal bancaria, y un instante después, con el aliento contenido, descubrieron que el extraño se llamaba Isaac Laquedem. Probablemente sea francés, comentó alguien de la cocina, aparentemente decepcionado.

Isaac Laquedem, entonces, habiendo introducido de vuelta y con absoluto desinterés la American Express al bolsillo de su gabardina, cerró la Lap Top poniéndose en pie, tomó su bastón con la mano libre, y echo a andar hacia la puerta. Un mozo estuvo a un tris de pedirle que le aguardara, pues minutos antes había cerrado el acceso con el fin de impedir la entrada de más clientes, pero concluyó con un encogimiento de hombros que estaba equivocado, pues Isaac Laquedem pudo girar el postigo sin dificultad alguna y desaparecer en la noche. La puerta volvió a cerrarse sobre sus pasos, esta vez con un clic que daba a entender que el mecanismo del seguro se había vuelto a activar por sí mismo.

Isaac Laquedem, cuyo nombre efectivamente dio vueltas toda esa noche en la cabeza de los empleados de la casa de te de la avenida Obregón, que parecía ser de esos nombres que a uno deberían recordarle algo, o que debería de tener algún sentido que uno no alcanza a hilar; es un hombre algo más viejo de lo que a simple vista parece. Su voz es mas grave y pausada que el común de las personas, sus gestos son parsimoniosos, como los de quien no se preocupa por el paso del tiempo, y él, toda su persona, se envuelve por un aire de parsimonia que infunde una tranquilidad marchita, resignada, o melancólica. En una ocasión, al verle entrar por la puerta de la casa de te, una mujer estrechó con coquetería las manos de su amante, y agachándose sobre la mesa para aproximar sus susurros a los oídos del caballero, le confesó que siempre que veía a aquel extraño, no podía dejar de pensar en una tarde con nubes de lluvia, así, siempre a punto de llover pero sin alcanzar a derramar una sola gota. Y era correcto, eso era Isaac
Laquedem, un hombre como un cielo de nubes cargadas de lluvia; siempre suspendido en una perpetua espera.

Ese hombre es, definitivamente mayor de lo que parece, tanto que en su haber existe mas material para recordar que la capacidad para retener tantas memorias; por situaciones como esa es que uno va deshaciéndose primero de los recuerdos desagradables, para hacerse espacio; y en el proceso, inevitablemente también se van los recuerdos de lo que fue agradable. La tristeza del olvido. Conforme el tiempo transcurre, uno descubre que la cabeza efectivamente no da para tanto, y tiene que inventarse sus trucos para no olvidar la propia historia, para uno no olvidarse de sí mismo.

Algunos hacen amigos, y van dejando testigos de su historia por doquier, confiando que cuando el olvido llegue, alguien habrá que le devuelva a uno las memorias perdidas. Pero Isaac Laquedem hace mucho dejó de cultivar amistades; hace ya mucho, a decir verdad, que murieron sus más recientes amistades. Ahora se refugia en la cómoda soledad de sí mismo, donde no existen los adioses o las pérdidas. A falta de testigos, entonces, él graba en letras sus memorias, confiado de que una vez puesto en papel, lo que debe de recordarse queda grabado más allá de su propia memoria y podrá recurrir a esas líneas cuando sea menester. Isaac ha vivido tanto, que es mucho lo que ha tenido que escribir.

El primer problema es que cargar un centenar de libros escritos por su propia mano requiere de elaborar muchas explicaciones para la gente entrometida, y es una tremenda complicación cuando se suele viajar tanto. Por eso, el sentido común le llevó a dejar sus memorias en el camino; se veía fascinado por la romántica idea de dejarlos al resguardo de cementerios, no hay ninguno donde no este sepultado un Isaac, así que precisamente en esa tumba cavaba hasta llegar al féretro y ahí, botando los clavos de la tapa de un palazo, y con perdón del inquilino, arrojaba tantos tomos como fuese necesario para aligerar su marcha. Luego, seguía su camino.

De ese modo quedaron fragmentos de la historia de Isaac Laquedem en Bogotá, Quito, Toledo, Miami, Estambul, Newcastle, Múnich, Tijuana y un centenar de ciudades más; menuda estrategia, si, a decir verdad, deliciosa ironía cuando se es un hombre que existe incapacitado para morir.

Posteriormente el extraño descubrió Internet y su vida se simplificó significativamente, si es que en realidad la vida de Isaac Laquedem puede simplificarse de algún modo. Creó un blog en el ciberespacio y a él le confió el flujo de sus recuerdos; después creó otro cuando el anterior se saturó de memorias, y luego otro y otro hasta llegar a una colección de alias virtuales del que cada cual se derivaba una nueva colección de blogs, algunos en español, otros en italiano, latín, griego antiguo, chino mandarín, hebreo y etcétera.

Ha habido muchas veces en las que se ha preguntado si en cada nuevo fragmento de su propia historia, en cada bloque revivido de sus memorias, él mismo no crea un alias para sentir que se está relacionando con alguien distinto a él. Se lo ha preguntado efectivamente, pero no suele esforzarse por encontrar algo que tenga sentido y le responda la pregunta.

Por esta razón, hay por ahí al involuntario resguardo de un cadáver un libro escrito a pulso, con una caligrafía anticuada, que narra cómo hace mucho un extranjero llegó a las orillas del mediterráneo pidiendo con voz ahogada y un latín accidentado que se le vendiese un caballo. No hay nombres exactos, ni el nombre preciso de los lugares; pero cuenta que luego de una larga jornada de regateos entre mercaderes, el hombre montó a un famélico animal que no alcanzó a dar cuatro pasos antes de morir con evidente dolor, vomitando sangre por el hocico y derribando entre convulsiones a su jinete. Según cuenta, al hombre le cambiaron el caballo un par de veces y a los dos animales les ocurrió lo mismo cuando intentó cabalgarlos. Era el año 15 de nuestro señor, y para los aldeanos de aquella villa, no cabía ninguna duda de que estaban en presencia de un demonio que el mar había arrojado a sus costas.

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