¿Quién no ha visto alguna vez un pequeño círculo de piedritas abandonado en algún cruce de caminos escasamente frecuentado? ¿O escuchado, tal vez, el canto de sus voces níveas cuando sopla el viento por entre las copas de los árboles? Ellos están ahí, sin dudas y todo el tiempo, evitando el contacto con el hierro frío, las viejas herraduras y el tañer mortalmente ensodecedor de los campanarios. Se trata de la gente amable, son los peligrosos bromistas de sabiduría inalcanzable. Eso lo son ellos, y esto, al menos hasta ahora, no es otra cosa que un suave Sutra encantado.
Despierten al pobre de Rip Van Winkle, que esto posiblemente podría interesarle.
De entre las historias que se escuchan una vez que cae la noche, las que oyen los que prestan la suficiente atención cuando la vida en el mundo humano se extingue en forma aunque sea temporal, se cuenta que, haciendo ya muchos ocasos de ello, hubo en los cielos una titánica rebelión cuando los ángeles se levantaron contra la divina autoridad de quien les dió existencia; y entonces, sobre la tierra, las montañas y los mares se cernieron incontables y sombríos días de tormenta. Creación entera estuvo envuelta en caos y penumbra, sometida a la expectativa de aquello que escapaba infinitamente de su limitado entendimiento.
Se cuenta que en esta lucha se forjaron tres sólidos bandos celestiales: el primero combatió con furia defendiendo a su señor a capa y espada, el segundo nació con heroísmo de los ideales disidentes, hasta que, como bien explica Milton, fué arrojado al Abismo luego de su derrota. Mejor reinar en los infiernos que vivir en el Paraíso sirviendo, tal fue el slogan en los panfletos que repartió la guerrilla elohim de un rincón al otro del firmamento. Sin embargo hubo un tercer frente que no trascendió en las historias, uno olvidado por haberse conformado por todos los ángeles que eligieron no tomar un partido hacia uno u otro bando; permanecieron pacientes y vigías hasta el desenlace, sin intervenir, creyendo poseer, quizá, una sabiduría especial que les revelaba que un suceso así había de ocurrir para preservar el sempiterno balance.
Tras la cruenta batalla llegó la calma y la paz, además del castigo contumaz para los vencidos. Para quienes apoyaron la causa rebelde se destinó el tan bien consabido exilio eterno; para los que defendieron el sagrado status quo no hubo gran cambio en realidad; y a los últimos, quienes sólo observaron el desarrollo del conflicto, se les arrojó del Paraíso y se les condenó también al exilio, pero el suyo no habría de ser en el negro y malllevado Abismo, sino en la tierra, los mares y las propias montañas donde nace la vida.
Cayeron sobre Creación donde algunos se alojaron en los pueriles juegos del viento, otros se cobijaron en la tierra donde tejieron raíces y ramas, unos más no pararon de danzar extasiadas entre las llamas de mil fuegos, y las últimas se adentraron con las aguas en los más secretos confines. Los hombres y las mujeres les reconocieron de inmediato, nada más verlos, y se familiarizaron con ellos, les frecuentaron en sus moradas, forjaron pactos y les dieron nombres, obsequiándoles identidad, forma e intensión.
Así surgieron las hadas.
Y como las hadas fueron un día elohim, no estaban obligadas a morir; así que ayudaron a los humanos a comunicarse con sus muertos, a traerles de vuelta o a llevarles a las tierras sombrías para encontrarse con sus seres amados. Gran poder es el que ellas tenían, se cuenta, e igual temor era el que inspiraban en quienes invadían en sus territorios. Centenares de historias describen los conflictos que entre hombres y hadas se libraban en la búsqueda de la armonía y labuena convivencia, cosas que no siempre resultaban posibles de lograr.
Algunos, los más traviesos, tenían intensiones muy poco gratas, por no decir peligrosas.
Se dice que en las tierras de un antiguo reino, en lo que hoy en día es China, estos espíritus malignos encantaron las casas y mataron al ganado, poseyeron a los hombres y maldijeron su progenie por entero, hasta que el regente llamó de los cuatro puntos cardinales a sabios circunspectos que solucionaran el problema; si bien tomó mucho tiempo esperar a que llegara uno que trajera consigo la solución. El último sabio, ante la sorpresa de la corte y del gobernador mismo, solicitó traer miles de espejos de todos los tamaños y formas, y de uno en uno, de casa en casa y día tras día fue encerrando tras de sus superficies de cristal a los espíritus que tanto pesar habían causado.
Empleó tantos que aún en nuestros tiempos es peligroso romper algún espejo, ya que uno de estos seres encuentra así la oportunidad de liberarse y volver a causar el mal de antaño durante siete largos años; siete años de mala suerte.
Para el rey Salomón la situación no fue más sencilla cuando 10 000 demonios hicieron de las suyas en su árido reino muchos años después. Miles de sacerdotes Taftani perdieron la vida en el esfuerzo por detenerlos hasta que su mismo rey se levantó del trono, caminó hasta encarar a las hordas hambrientas y bajo su mandato supremo, cada efrit maligno y djinn quedó atrapado bajo el poder de su sello: el Sello de Salomón.
Relaciones tensas, sin duda, y sin las suficientes delicadezas de la diplomacia.
Pero no hay que pensar que estos seres han estado en la tierra causando sólo penurias, pues memorable fue el día en que las hadas, por otra parte, compartieron sus secretos con una anciana mujer, hace ya muchas lunas, en la oscura intimidad de un claro del bosque, enseñándole a curar y a leer el destino, entre otras tantas cosas; todo cuanto fuera necesario para hacer de ella la primera bruja entre los mortales.
En África los Eshu traen a los hombres el mensaje de los dioses, en Irlanda los Sidhe brindan fabulosos obsequios a quienes les encuentran, las ninfas Inglesas prestan a domicilio espadas legendarias, los Sluagh alemanes susurran inconfesables secretos… En general esta “gente amable” puede ayudarle muy bien a uno si se les sabe tratar con la adecuada gentileza; aunque también es cierto que no habrá gentileza que baste para dialogar pacíficamente con un hambriento Red Cap en Gran Bretaña que no te desee invitar a cenar; ni impida que un malhumorado Knocker esconda tus llaves cuando más prisa tienes por salir de casa; o que un inocente Alushe trate de deleitarse con un pequeño sorbo de tu alma, aunque sea. Esos son, para algunos de ellos, sus usos y costumbres…
Pero hay un pacto con los hombres que facilita el trato, sin trucos; un pacto de tregua que solamente se rompe un día al año; los druidas silvanos le conocían a ese día tan único como el Samhein. Se supone que por 24 horas, desde las primera hora del día, minuto después de la media noche, hasta el último segundo de la media noche siguiente, las hadas entran al mundo de los mortales y son libres de hacer cuanto les dicte su capricho, sin importar cuán torcido y perverso sea su deseo; tal puerta queda abierta y también los muertos pueden volver y visitar a sus familias, beber su vino y, felizmente, comer de sus mesas.
La magia real del Samhein es que el velo que cubre a las hadas de la mirada de los hombres se levanta nuevamente cuando la fiesta termina, trayendo consigo el olvido entre los mortales y la vigencia renovada del pacto ancestral.
"...que lo haya imaginado, no quiere decir que no exista..."
Así pues, ¡¡feliz Samhein a todos!!, especialmente a Kat; y cuídense de los cruces de camino, de las doncellas hermosas y de los ofrecimientos extraños... uno nunca sabe cuando puede ser objeto de las inesperadas bromas de algún Pooka.
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