Imagina un lugar donde puedes jugar a que jamás te volverás adulto; en el que apenas cruzar una puerta, los problemas de la vida pierden todo su sentido; ahí todos son tus amigos, nada es complicado, cada cosa pareciera estar puesta ahí prometiéndote enfáticamente la falacia del santuario que pervive.
Nop, no se trata de Neverland, pero casi. Déjame contarte de Reino Aventura.
Reino Aventura era un parque de diversiones “al sur de la ciudad“ donde podías hacerte de un día lleno de magia y diversión. Según. Para cuando yo pensé involucrarme con él, acababa de re - abrir bajo el nombre de el Nuevo Reino Aventura, luego de permanecer cerrado por remodelación dos o casi tres años.
Tenía yo, entonces, escasos 18 años, hablaba bien quedito y me desagradaba un poco el contacto físico. Vamos, estrechar la mano de alguien representaba para tu servidor un apabullante maremagnum de inseguridades; andaba por la vida tratando de pasar desapercibido, no llamar la atención ni molestar a nadie. Algo de fobia social, a decir verdad. Ocioso es decir que, a la par, me encantaban los libros sin dibujitos, que me vivía la vida en bibliotecas y que ya había degustado sin problemas el Ulysses de Joyce hacía seis años.
No tenía nada que hacer ahí, pero luego de una de esas decisiones que se toman de pronto, me convertí en operador de Juegos Mecánicos en el parque.
Como sea, la bienvenida me la dio un tipo al que apodaban Beluci, por su similitud física a un tal James de Hollywood. Gordito, de esos jacarandosos, hilarante en extremo y que parecía ser tan tremendamente feliz, que daba pauta para pensar que no lo era en lo absoluto. A lo largo de un entretenido curso de inducción, habló de la historia oficial del lugar, de las políticas de la empresa, de las fiestas de fin de año, de las reuniones de cada mes, de las salidas a jugar fútbol al Ajusco y a la Marquesa. De momento, era posible pensar que en lugar de haber conseguido un empleo, me había hecho miembro de algún club cristiano o de los scouts.
En fin. A los 18 eso no estaba tan mal.
El primer mes fue de entrenamiento: el Pueblo Infantil. Como parque temático, Reino Aventura se dividía en áreas, cada cual dedicada a una cultura distinta. Desde el Pueblo Infantil que tenía motivos de Cri – cri, el grillito cantor, hasta el Pueblo Polinesio, el Vaquero o el Francés, pasando, por supuesto, por el Pueblo Mexicano o incluso el Suizo o el Marroquí, para ser plenamente exóticos.
Nunca olvidaré los fines de semana exhaustivos subiendo y bajando niños de los juegos, lidiando con los padres que siempre querían la lanchita azul para su hijo que quería subirse a la roja en el preciso momento en que no tenías otra que la despreciable amarilla a la que nadie se quería montar; mientras el grupo de visitantes aún esperaba fuera del juego para que fueras a tomarte una foto con ellas mientras en el aire flotaba el olor de la recta secreta de los pollos Kentucky del coronel Sanders y la hora de la comida todavía estaba muy lejos de llegar.
Había un restaurante llamado el Rossly, en el Pueblo Suizo, de servicio exclusivo para el personal. Tenía una barra a donde llegabas con tu charola y te servían la comida que ibas eligiendo, un vaso para llenarlo de aguas de sabor cuantas veces quisieras y el postre. Ya servido, buscabas una mesa con un lugar disponible, te sentabas y te dedicabas a comer tranquilamente mientras echabas relajo con tus compañeros de mesa, quienes, por supuesto, tenían tu edad y ya te habían visto previamente en alguna fiesta del parque.
Cerca de la entrada había una rockola que por una moneda tocaba los éxitos del momento: La Cuca, Fobia, La Ley, entre otros.
A unos metros del Rossli, también en el Pueblo Suizo, estaba el Reino de la Risa, una popular atracción dividida en cuartos. Cada uno con su decoración particular que patrocinaba Pepsi; la gente los recorría a pié mientras un anfitrión les divertía dándoles la explicación de cada cual.
Risas garantizadas.
Uno cruzaba la puerta de entrada para encontrarse con el cuarto de TV estilo lobbie, que transmitía una y otra vez los spots de la campaña de Pepsi vs. Coca – Cola. Caminabas hacia un ascensor que conducía al “otro lado del mundo”, haciendo escala en el centro de la tierra, donde accidentalmente la puerta se abría para poner en evidencia a un incauto diablito sentado en el retrete. Al otro lado del mundo: un cuarto como el primero que viste, pero boca abajo.
Después un laberinto inflable y acojinado de color azul. Se advertía que en su interior había duendes que pellizcaban piernas, subían faldas y bajaban pantalones, y eso se dijo cada vez que alguien entraba... hasta que realmente empezó a suceder y terminamos prefiriendo no cortar esa parte.
Había en seguida unos escalones que llevaban a una lata gigante que giraba y giraba, y por donde la gente debía pasar mediante un puente ubicado en el justo centro, sujeta del barandal para resistir el efecto del mareo que la experiencia, sin duda, causaba a quienes no estaban habituados. Luego un pasillo de luz negra con pisaditas de niño dibujadas en la pared y el techo. Fue interesante decir que ese cuarto era frecuentado por los duendes de la casa, hizo gracia a los visitantes hasta que comenzaron a tomarles de la mano y acariciarlos cuando se acercaban a las paredes.
Era genial estar buscando explicaciones verosímiles para la gente histérica.
El pasillo de luz negra conducía a una habitación que llamábamos “Casa Loca”, cuarto que emulaba una casa poseída, cuyos muros giraban en torno a unos asientos que columpiaban para dar la impresión de una ausencia absoluta de gravedad. Los visitantes salían como hielitos en coctelera para ser vertidos sobre un piano gigante cuyas teclas, al ser pisadas, hacían sonar carcajadas de duendes, todas en diferentes tonos e intensidades.
Me doy cuenta porque acabé siendo alguien tan surrealista.
Luego, un pasillo austero que ascendía hacia el laboratorio de un científico loco que experimentaba con rayos X. Sentabas a la gente frente al aparato, sobre sillas de Pepsi, mientras metías en él a una víctima sobre la que se habría de proyectar la imagen holográfica de un esqueleto con calzones largos (boxers). Lo habitual era burlarse un rato de el incauto y después liberarlo para que fuera objeto de las bromas de sus amigos y familiares.
Al fondo había una vía en un pasillo transversal, con el sonido de un tren aproximándose, sonaba en cuanto accionabas el mecanismo de la pluma, que al subir, daba paso a los atemorizados visitantes que debían correr por sus vidas para evitar ser apachurrados. Muchos se partían la cara tropezando con los durmientes, pero era divertido. Entonces: la despedida. Un pasillo que conducía a la salida o al tobogán que igualmente expulsaba fuera a los visitantes, si bien con un poco más de violencia.
Para este juego se buscaban a las y los más carismáticos, desinhibidos y más parecidos a modelitos de telenovela de entre todo el parque. Y... a mi. Tenías que soportar a los enajenados que más que nunca querían fotografiarse contigo, a las que volvían cada semana no’más para hacerte la plática y saber si tenías novia, al tarado de Facundo que le encantaba ir a filmar en el juego junto con las cámaras de TeleHit y a la ridícula de Tatiana. Fue una labor ardua.
Y mientras Casa Loca daba vueltas, uno había de ir renunciando a ser el ratón de biblioteca que solía ser. Cuestión de sobrevivencia...
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