Hace muchos años, encontrábame yo leyendo el mayor best seller de todos los tiempos; un libro en añeja envoltura de piel que si bien es asiento para una fe que yo no profeso, es también una recopilación de sabidurías peligrosamente descontextualizadas y convenientemente mutiladas, dicho sea de paso. Fuente fabulosa de citas y frases profundas, aunque no te preocupes por hacer la adecuada referencia al versículo del que extrajiste las palabras en cuestión.
Y de entre estas frases interesantes y descontextualizadas, hay principalmente una que me agrada, una que a palabras más, palabras menos, dice algo tan contundente como “...y seréis como dioses”. Está por ahí del principio, justamente dentro del Génesis.
En la Biblia, el Génesis detalla como un ser superior creó la luz a partir del poder de su voluntad, creó la tierra, los árboles y a los animales con sólo decretar “¡Hágase la luz!”, “¡Hágase la tierra!”, y así. Al final, cuando vio que todo ahí estaba bien, creó al hombre y a la mujer, a su imagen y semejanza, sólo con la materialización de su voluntad.
Y si este ser que podía crear mundos sólo con el ejercicio de su voluntad, hizo a los seres humanos a su imagen y semejanza, entonces ¿también poseen hombres y mujeres la misma capacidad de moldear el universo según la fuerza de su voluntad?, ¿poseen en su naturaleza la esencia de la magia?
“...y seréis como dioses”.
Recorriendo a vuelo de pájaro las múltiples culturas sobre la Tierra, encontramos una sólida creencia en la magia, cuya práctica tradicional y cotidiana a lo largo de la historia, ha mantenido siempre determinados denominadores comunes como el deseo, la voluntad, las emociones. Incluso ha solido existir una fuerte correlación entre el género y la magia. Para algunos, las mujeres son hechiceras natas, para otros lo son los hombres; para algunos las mujeres dominan las artes de la curación, para otros son los hombres los amos de la magia profética.
Magia es modificar la realidad sin una acción física de por medio, ignorando cabalmente la ley que enlaza causas con efectos; magia es dar una percepción distinta de lo que siempre ha estado ahí, dándole un significado más pleno a los detalles que pueblan de nuestro entorno.
La magia no es irracional, simplemente posee una lógica propia. or.
Entre los aborígenes africanos, se cuenta que los dioses en el origen de todos los tiempos, crearon al hombre, a la mujer y al mono, y fue a estos dos primeros a quienes les otorgó las tierras que se extendían hacia el horizonte, más allá de la selva; al gorila le dispusieron lo que los bosques y selvas guardaban, las tierras salvajes y sus secretos. Posteriormente los dioses, en su infinita y ociosa ocurrencia, crearon al Ibú, a quien le destinaron habitar en el tronco de un gran árbol.
Si nos detenemos a comparar el territorio que a hombre y mujer les correspondió, y al que le toco a su hermano el mono, con el cochino tronco en el que embutieron al pobre Ibú, estarás de acuerdo con él en que los dioses eran tremendamente malos administrando bienes raíces. Ergo, el Ibú no fue precisamente el epítome de la felicidad, ni el de la gratitud hacia los dioses en aquellos albores de la creación.
Y sucedió que un día, por la mañana, y a eso de las siete, llegó de las profundidades de la selva el mono a pedir la ayuda del hombre para solucionar un importante asunto en el corazón de sus dominios. El hombre, generoso por ser quien más cerca estaba de a la esencia de los dioses, concedió acompañar a su hermano el mono. Tomó su lanza y su escudo, colocó el maquillaje del guerrero sobre su rostro y partió hacia la selva, no sin antes advertir a la mujer de que jamás se aproximase al gran árbol que crecía entre las tierras del mono y las del hombre.
En la Biblia, el Génesis detalla como un ser superior creó la luz a partir del poder de su voluntad, creó la tierra, los árboles y a los animales con sólo decretar “¡Hágase la luz!”, “¡Hágase la tierra!”, y así. Al final, cuando vio que todo ahí estaba bien, creó al hombre y a la mujer, a su imagen y semejanza, sólo con la materialización de su voluntad.
Y si este ser que podía crear mundos sólo con el ejercicio de su voluntad, hizo a los seres humanos a su imagen y semejanza, entonces ¿también poseen hombres y mujeres la misma capacidad de moldear el universo según la fuerza de su voluntad?, ¿poseen en su naturaleza la esencia de la magia?
“...y seréis como dioses”.
Recorriendo a vuelo de pájaro las múltiples culturas sobre la Tierra, encontramos una sólida creencia en la magia, cuya práctica tradicional y cotidiana a lo largo de la historia, ha mantenido siempre determinados denominadores comunes como el deseo, la voluntad, las emociones. Incluso ha solido existir una fuerte correlación entre el género y la magia. Para algunos, las mujeres son hechiceras natas, para otros lo son los hombres; para algunos las mujeres dominan las artes de la curación, para otros son los hombres los amos de la magia profética.
Magia es modificar la realidad sin una acción física de por medio, ignorando cabalmente la ley que enlaza causas con efectos; magia es dar una percepción distinta de lo que siempre ha estado ahí, dándole un significado más pleno a los detalles que pueblan de nuestro entorno.
La magia no es irracional, simplemente posee una lógica propia. or.
Entre los aborígenes africanos, se cuenta que los dioses en el origen de todos los tiempos, crearon al hombre, a la mujer y al mono, y fue a estos dos primeros a quienes les otorgó las tierras que se extendían hacia el horizonte, más allá de la selva; al gorila le dispusieron lo que los bosques y selvas guardaban, las tierras salvajes y sus secretos. Posteriormente los dioses, en su infinita y ociosa ocurrencia, crearon al Ibú, a quien le destinaron habitar en el tronco de un gran árbol.
Si nos detenemos a comparar el territorio que a hombre y mujer les correspondió, y al que le toco a su hermano el mono, con el cochino tronco en el que embutieron al pobre Ibú, estarás de acuerdo con él en que los dioses eran tremendamente malos administrando bienes raíces. Ergo, el Ibú no fue precisamente el epítome de la felicidad, ni el de la gratitud hacia los dioses en aquellos albores de la creación.
Y sucedió que un día, por la mañana, y a eso de las siete, llegó de las profundidades de la selva el mono a pedir la ayuda del hombre para solucionar un importante asunto en el corazón de sus dominios. El hombre, generoso por ser quien más cerca estaba de a la esencia de los dioses, concedió acompañar a su hermano el mono. Tomó su lanza y su escudo, colocó el maquillaje del guerrero sobre su rostro y partió hacia la selva, no sin antes advertir a la mujer de que jamás se aproximase al gran árbol que crecía entre las tierras del mono y las del hombre.
La mujer asintió diligente, mirando al hombre desaparecer en la oscuridad de la maleza.
Pero esa misma tarde, mientras ella hacía lo que sea que fueran sus ocupaciones, un sonido extraño la atrajo a los límites de su tierra, un aullido similar al maullido de un felino que emergía justo del centro de un maltrecho tronco viejo. El sonido la atraía hipnótico, extremando su curiosidad, hasta que mecánicamente su femenina mano se posó en la superficie rugosa del antiguo árbol.
- Llévame contigo – dijo una voz desde su interior – jamás he visto las tierras del hombre, ni las del mono, no conozco otra cosa que este viejo tronco y muero, siento que muero, sofocado por este árbol demasiado pequeño para mi felicidad, pero por demás espacioso para mi desdicha.
La mujer, enternecida por el dolor en estas palabras, permitió que aquél ente saliera del árbol y se guareciera en su vientre. Le mostraría las tierras del hombre, del inicio hasta su fin, pero al amanecer habría de devolverle al lugar que la sabiduría de los dioses le dispuso en el principio de los tiempos.
La mujer recorrió la tierra de sus dominios y la contempló con la mirada de sus propios ojos, y con la mirada del Ibú que viajaba guardado en su vientre; y se maravilló y comprendió el asombro de aquél ser para quién todo ello, lo más ordinario y lo más mundano, eran vestigios de la existencia misma de los dioses. El día transcurrió, y la mujer se hacía presa de un éxtasis sin parangón que se alimentaba del vuelo de las aves, del paso de los cantos en el río, de la existencia sola de sí misma.
En las pupilas de la mujer, su mirada se había fundido con el mirar del Ibú, su escuchar con la escucha del Ibú, y su sentir con el asombro del ibú. Nunca más el viento volvería a silbar al colarse por la copa de los árboles, ahora le escuchaba cantar y juguetear con la copa de los árboles; ahora las aguas del río danzaban con las rocas, ya no chocaban caóticamente contra ellas; las estrellas no permanecían en silencio ya, sino susurraban quedamente los misterios de la noche.
Pero al éxtasis creciente se le aproximaba la hora para el regreso del hombre, y la mujer no quería verse descubierta faltando a los designios de los dioses, así que corrió al tronco del viejo árbol y le pidió al Ibú que regresase a su antigua casa. El Ibú dijo “no”, y en lugar de salir del vientre de la mujer, se adentró aún más ocultándose detrás de sus huesos, debajo de lengua, en la yema de los dedos y en la esencia de sus sentidos. Nunca jamás regresaría a su viejo árbol.
Desde entonces y por eso, algunas hijas e hijos de la mujer heredan el espíritu del Ibú y pueden oír cantar al viento, ver danzar al río y entender el susurro de las estrellas; son a ellos quienes les es dado hablar el Iwapú, el lenguaje con el que se conversa con los espíritus y conocer los secretos de la magia.
El deseo, la voluntad, las emociones. Frazer en “La rama dorada”, ubica que no sólo la africana, sino muchas otras culturas identifican las emociones, positivas y negativas, como el origen de una interpretación desde lo bueno o malo, blanco u oscuro, a la que someten el entendimiento de las prácticas de la magia. Del deseo surge la forma en que la magia actúa, y de la voluntad llega la energía para modificar por sincronicidad, como diría Carl Jung, el curso de la realidad. La voluntad vuelve hecho al pensamiento, en materia a la idea; crea la claridad de la nada al momento de decir “!Hágase la luz¡”.
Y la luz se hace, independientemente de la explicación a la que las culturas o los individuos lleguen respecto a la razón del por que así sucede.
- Llévame contigo – dijo una voz desde su interior – jamás he visto las tierras del hombre, ni las del mono, no conozco otra cosa que este viejo tronco y muero, siento que muero, sofocado por este árbol demasiado pequeño para mi felicidad, pero por demás espacioso para mi desdicha.
La mujer, enternecida por el dolor en estas palabras, permitió que aquél ente saliera del árbol y se guareciera en su vientre. Le mostraría las tierras del hombre, del inicio hasta su fin, pero al amanecer habría de devolverle al lugar que la sabiduría de los dioses le dispuso en el principio de los tiempos.
La mujer recorrió la tierra de sus dominios y la contempló con la mirada de sus propios ojos, y con la mirada del Ibú que viajaba guardado en su vientre; y se maravilló y comprendió el asombro de aquél ser para quién todo ello, lo más ordinario y lo más mundano, eran vestigios de la existencia misma de los dioses. El día transcurrió, y la mujer se hacía presa de un éxtasis sin parangón que se alimentaba del vuelo de las aves, del paso de los cantos en el río, de la existencia sola de sí misma.
En las pupilas de la mujer, su mirada se había fundido con el mirar del Ibú, su escuchar con la escucha del Ibú, y su sentir con el asombro del ibú. Nunca más el viento volvería a silbar al colarse por la copa de los árboles, ahora le escuchaba cantar y juguetear con la copa de los árboles; ahora las aguas del río danzaban con las rocas, ya no chocaban caóticamente contra ellas; las estrellas no permanecían en silencio ya, sino susurraban quedamente los misterios de la noche.
Pero al éxtasis creciente se le aproximaba la hora para el regreso del hombre, y la mujer no quería verse descubierta faltando a los designios de los dioses, así que corrió al tronco del viejo árbol y le pidió al Ibú que regresase a su antigua casa. El Ibú dijo “no”, y en lugar de salir del vientre de la mujer, se adentró aún más ocultándose detrás de sus huesos, debajo de lengua, en la yema de los dedos y en la esencia de sus sentidos. Nunca jamás regresaría a su viejo árbol.
Desde entonces y por eso, algunas hijas e hijos de la mujer heredan el espíritu del Ibú y pueden oír cantar al viento, ver danzar al río y entender el susurro de las estrellas; son a ellos quienes les es dado hablar el Iwapú, el lenguaje con el que se conversa con los espíritus y conocer los secretos de la magia.
El deseo, la voluntad, las emociones. Frazer en “La rama dorada”, ubica que no sólo la africana, sino muchas otras culturas identifican las emociones, positivas y negativas, como el origen de una interpretación desde lo bueno o malo, blanco u oscuro, a la que someten el entendimiento de las prácticas de la magia. Del deseo surge la forma en que la magia actúa, y de la voluntad llega la energía para modificar por sincronicidad, como diría Carl Jung, el curso de la realidad. La voluntad vuelve hecho al pensamiento, en materia a la idea; crea la claridad de la nada al momento de decir “!Hágase la luz¡”.
Y la luz se hace, independientemente de la explicación a la que las culturas o los individuos lleguen respecto a la razón del por que así sucede.
No hay comentarios:
Publicar un comentario