Sutra de la tristeza.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero no hay una razón; es más, no quiero. Sin embargo, la presencia del insomnio es un ocasión para invitar a la tristeza a compartir esta velada de desvelo conmigo; aquí, ella y yo, dentro del entendido que no vamos a hacer nada entre nosotros esta noche, no habrá arrumacos de autocomplacencia nihilista, ni cachondeos con la melancolía. Sólo vamos a hablar, pero quedito, porque así habitúa conversar la tristeza.

Y es que no siempre cabe espacio en el alma para estar triste.

Yo de niño soñaba con un día ser un bohemio, como alguna vez lo fue mi abuelo y como a veces lo era mi madre. Meterme dentro uno de esos espíritus con vocación de mártir, que suelen volver en poesías las espinas que les laceran el alma. Pero no tenía la suficiente propensión a la tristeza, no descubrí jamás en mí una pizca de vocación bohemia. Eso fue triste, pero no lo suficiente para parir un verso. A cada momento en que lo intentaba, me tropezaba con mi recalcitrante optimismo que le abría con descuido las ventanas al alba y hacía jirones de mi maltrecha tristeza, mofándose sin tiento de mi frustrada cara larga.

Así, no tuve otra alternativa que asumir el que la tristeza y yo jamás consumaríamos nuestro idilio prohibido. Ha sido como una relación a distancia, mirándonos a la lejanía pero sin tocarnos jamás. Muy pocas han sido las veces en las que he podido sentir su caricia sobre mi piel, su cálido tacto que es casi como el roce de una madre, la presión de su peso sobre mi pecho y sus besos humedeciéndome la mirada. A veces, empero, consigue escaparse de lo que nos aparta y me ha hecho una o dos visitas muy cortas, para partir en breve dejándome en el alma el aroma de su ausencia.

Por eso, para aprender de la tristeza he tenido que estudiar en tristezas ajenas, las que no me tocan y a las que yo no intereso. Miro como perverso voyeur mientras otros derraman las lágrimas que probablemente yo no derramaré para desasolvar mi alma y siento pena de mis ojos secos y de mi voz que no se quiebra. Miro y cayo, mientras la maldición de mi sola presencia ahuyenta también la tristeza del otro, dejándome sin más que mirar, sin otra cosa para seguir estudiando.

Por eso me gusta la música triste, y por eso admiro a los tristes que hacen de su relación con ella una profesión. Los tristes profesionales, aquellos que se sientan a la espera de que la tristeza se les resbale por los dedos y por si misma dibuje palabras en verso o en canciones. Nunca podré ser como Joaquín Sabina, pero bien podré beber de la tristeza en sus letras y aprender de sus adjetivaciones tristes, sus metáforas tristes y sus vidas tristes.

De niño me contaron que para ser buen escritor había que estar crónicamente triste y, ciertamente, cuando mejor escribo es cuando finjo estarlo. A veces finjo un par de lagrimas, y cuando caen en el tintero puedo hacer alguna que otra metáfora de crepusculares matices y referencia sórdida. Mis flores no son del mal, y ya me voy resignando a no ser considerado, aún después de mi muerte, como un poeta maldito. La única maldición que cargo es el desdén del que la tristeza me hace objeto.

Y a decir verdad, no entiendo que fue lo que falló, tal vez mi problema es que padezco de un lento aprendizaje, porque el flirtear con la tristeza, al menos donde yo vivo es toda una escuela. Donde quiera le enseñan a uno mil maneras distintas de ponerse triste e, incluso, las buenas personas cooperan entre sí para que hagas de la tristeza todo un estilo de vida. La tristeza, la que es más profunda, es parte sustancial de las esculturas que adornan cada rincón en las iglesias, es la moraleja de las mejores historias del catecismo, el ritmo en las canciones que cantaban mis padres, el destino de los amorosos que se aman apasionadamente, el tema último de las novelas que programa la televisión a las ocho de la noche.

El otro día, me platicaba una tristeza ajena que había conseguido empleo como heraldo en las oficinas de la muerte. Un trabajo arduo, pero con muchas prestaciones. Y sucedió que dijo que, en su opinión, muchos viven la vida en una añoranza atávica de los tiempos en que no estaban vivos, deseando calladamente volver a ellos, al silencio de no estar, a la tranquilidad eterna del no ser. Me contó que en esa oficina siempre hay vacantes y nunca falta una tristeza que llegue a ahí en busca de ser contratada. Me ofreció conectar a mi tristeza con el departamento de recursos tristes, es todavía más fácil lograr una plaza cuando ya se conoce alguien que ya está ahí; pero debí reconocerle que yo no tenía una tristeza que se hiciera cargo de mi.

De cualquier manera, lo mío no es tan malo. La vida tiene dispuesto un premio de consolación para lo que no merecen ganarse una tristeza para sí: la alegría. La mía no está mal, pero no deja de hablar. Se alborota con los amaneceres y hace mil espavientos cuando se encuentra con otras alegrías. Canta en la ducha, baila y se presume y le fascina llamar la atención. Se que mientras ella esté, tengo aún menos probabilidades de hacerme de una tristeza; pero hemos llegado a un acuerdo, mi alegría juega a vestirse de tristeza y yo le digo que hacer para que su interpretación mejore. A ella le gusta y le divierte hacerlo, y a mi me convierte en un cínico.

Finalmente, entiendo que lo nuestro es una relación basada en la convivencia, yo la mantengo feliz y ella me complace haciendo cuanto le digo; pero falta por ahí un sentido cabal de pertenencia del uno al otro. Por eso hago de mi alegría un tributo al otro, y de las risas que juntos parimos, una ofrenda a mis amigos.

1 comentario:

ninocrono dijo...

Te pasas ^_^... esta muy bueno... Buscas la tristeza, pero maliciosamente esta se te escapa, por un lado por que así no la tengas y por otra parte por que no quiere que seas bohemio como esas personas que admiras. Y para tu infortunio, te deja sólo con esta cosa, que llaman alegría. Comprendo tu situación.

Te cuento, en lo personal, la tristeza siempre me acompañó, hasta podría contarte que fue mi amante en secreto y que cuando no la tenía, la buscaba obsesivamente, para dejarme apapachar en su regazo. Me encantaba tenerla cerca, pues siempre había sido mi amiga y al menos fue a quien primero conocí en mi familia nuclear.

Sin embargo llegó, un día, en el que me topé con mi espejo y pude ver que esa relación con la tristeza, no era lo que deseaba y no era lo que quería. Mi relación se había vuelto algo enfermiza y hasta adictiva. Fue entonces que decidí, romper con nuestra relación y opté por su contraparte, quien como tu bien dices, es la alegría.

No fue facil, imaginate romper una relación de años, la costumbre y el hábito se oponen. Pero al final, nada es imposible y lo que uno desea es lo que obtiene.

Hoy, la tisteza y yo somos amigos, nos seguimos hablándo y a veces me visita, sus visitas de hecho se han hecaho cada vez, más espaciadas en el tiempo (tal vez sea lo que tiene que pasar entre quienes vivieron tantas cosas y terminaron por decidir no seguir juntos, no lo sé). Lo importante es que sus visitas las disfruto mucho, su caricia me trae recuerdos de antaño y su presencia, me regocija al ver que he superado una etapa más.

De hecho, no se si llamarlo como tu dices, no se si sea cinismo, pero en las ocasiones en las que la tristeza me da su consejo, invito a al alegria y juntos, los tres, hacemos una especie de orgía, en la que la sonrisa y las lagrimas, se juntan para dar un nuevo signifiacdo al momento. Es algo fuera de serie.

Por último, igual para la reflexión, se dice por ahi que no podríamos identificar algo sin conocer su contraparte. Es decir, no podriamos conocer lo que es el amor sin concocer lo que es el odio, no podriamos concoer lo que es el hambre sin conocoer la saciedad; por lo que para que identifiques y conozcas la alegría es porque definitvamente has conocido la tristeza.

Al final, entonces, simplemente pareceira, que no la deseas tanto y que en la alegría encuentras aquello que te permite disfrutar de la vida y ser mejor.