Sutra del Carnal.

Hace tiempo, mucho tiempo, el parque de diversiones al sur de la ciudad que ahora conocemos como Six Flags, era popularmente conocido como Reino Aventura; pero hace aún más tiempo atrás, a Reino Aventura se le llamó "el nuevo", dado que antes de entonces, hubo un Viejo Reino Aventura.

Sucedió que a ese viejo parque le llegó un buen día el momento de cerrar para remodelarse: los viejos juegos mecánicos con los que abrió en sus primeros días, los viejos pueblos que hacían de él un parque temático, todo ello, era ya demasiado conocido por el público gentil y concedor que cada tanto lo visitaba, así que fué menester incluir nuevas atracciones, nuevas escenografías y nuevos conceptos. Fue entonces, como dije, que el parque cerró.

Durante poco más de un año, por sus calles y avenidas circularon solamente vigilantes y trabajadores, albañiles y ciertos colados que se saltaban la barda periférica para conocer al reino en su letargo. Fue aquél un período muy escasamente glamoroso comparado con lo que hoy es Six Flags. Y entre trabajadores por doquier e invasores que se coplaban entre los descuidos de la vigilancia, había algunas atracciones que requerían de una especial atención. Tal era el caso de la Mansión de la Llorona.

La mansión, una de las primeras atracciones del parque, fue instalada en las afueras del Pueblo Suizo, en contraesquina con el Francés y justo de frente a la Plaza Pigale, donde otrora se encontrara el grandioso carrusel que tantos vómitos le inspirara a sus entusiastas visitantes; la mansión, como decía, era una atracción que contaba con varias decenas de maniquíes repartidos en distintos escenarios, tales como el infierno, el cementerio, la cámara de torturas de la Santa Inquisición y otros lugares así de gratos. Su escenografía interior era especialmente delicada, harto costosa cuando había que darle mantenimiento, especialmente en aquellos días en los que frecuentemente había alguna que otra "inexplicable" avería. Recordemos que al estar el Reino cerrado, muy pocos y controlados eran los accesos al interior de atracciones como la Mansión.

Ante la presunción de que visitas indeseables se colaban a su interior con intensiones vandálicas, se contrataron sucesivamente veladores que guardaran del buen estado de la mansión. Sin embargo, hubo un problema: velador que legaba a la Mansión de la Llorona, velador que no duraba más de tres días. O por mejor decir: noches. Al poco tiempo de ser contratados, los susodichos no volvían a pararse en el parque, o en el mejor de los casos, presentaban su renuncia sin dar la menor explicación. Así llegó uno, tras otro, tras otro...

Un día, al departamento de recursos humanos llegó un hombre de edad avanzada y aspecto humilde, con pinta de campesino pero hablar enérgico; uno de esos personajes que tienen un andar lerdo pero firme y que, casualmente, llegaba al parque en busca de un puesto como velador. En reclutamiento, al no contar precisamente con un exceso de alterativas, lo contrataron de inmediato. De cualquier manera, se esperaba que el viejo claudicara al segundo día, como lo hicieran sus antecesores.

Y para la sorpresa de muchos, las semanas pasaron y el hombre siempre se presentaba puntualmente a las seis de la tarde, con el ocaso, y terminaba su último rondín en la Mansión a las ocho de la mañana. A las semanas les siguieron los meses y así corrió el tiempo hasta que todos olvidaron el problema que había sido encontrarle un velador a la Mansión de la Llorona.

Pero nada hay que dure por siempre, y la salud de aquél hombre, congruente con el axioma, un día se quebró. El velador se vio obligado a renunciar a su empleo para sumergirse en una vida más propia para su edad, con sueños nocturnos de ocho horas tal y como lo ordenaba el doctor. Se presentó una buena mañana para firmar su renuncia, dio as gracias cortésmente y se marchó por Puerta Vaquera, la puerta para empleados que estaba al final del Pelo Vaquero, juntito a Casa Blanca, el cuartel central de los paramédicos.

No tardó el parque en echarle de menos.

Al poco tiempo de su partida los Lobos, es decir, los vigilantes nocturnos del parque, encontraron varios maniquíes de la Mansión hechos pedazos. Mucho se investigó al respecto, pero no hubo señales de que nadie hubiera hallando la atracción en cuestión. La preocupación por el incidente se volvió mayúscula cuando más maniquíes amanecían rotos los días siguientes, incluyendo, a veces, los que ya habían sido llevados a reparación; como si, por las noches, alguien se colara exclusivamente para hacer estropicios en la Mansión de la Llorona.

El asunto, que ya de por sí preocupaba suficientemente a los vigilantes que al parecer no hacían bien su trabajo, se extendió algunos días después a DO, las oficinas de la dirección de operaciones, encargada del mantenimiento y operación de los juegos mecánicos y las atracciones. La primera vez que sonó el teléfono fue una semana luego de que renunciara el vigilante, con las primeras luces del crepúsculo. Al levantar el auricular, sin decir más nada, una voz demandante y masculina exigía: “...queremos que regrese el Carnal”.

La primera llamada no causó mucho revuelo en la dirección de operaciones, la segunda tampoco; pero una semana después de llamadas diarias ininterrumpidas, todas ellas al dar en los relojes la seis de la tarde, terminaron por despertar en las oficinas cierta inquietud.

Se hicieron investigaciones, se buscaron culpables, y al final no había ni dos pistas que tuvieran sentido. Las llamadas provenían del teléfono instalado en la Mansión, eso de inicio fue sencillo averiguarlo; cada mañana amanecía descolgado y con el número de la extensión de DO guardado en el dial de la memoria. Empero, no se sabía quién hacía las llamadas. Se sospechó que el telefonista anónimo que pronunciaba la insistente demanda de: “...queremos que regrese el Carnal” era el mismo que por las noches se colaba para romper los maniquíes; sin embargo, no había posibilidad de que alguien pudiera colase por las noches para cometer tales travesuras.

Nadie podía entrar; pero quizá se trataba de alguien que permanecía en el interior de la Mansión.

Un hombre de gran inteligencia, puso en labios de uno de sus más famosos personajes la frase “cuando ya ha sido explorado todo lo posible, la única posibilidad que queda es creer en lo imposible”. Así, la gente en DO contactó al viejo velador, quién con absoluta diligencia se presentó en el parque a la mañana siguiente.

Lo que pasa, dijo el hombre con total tranquilidad, es que me olvide de despedirme de ellos; y lógicamente se sienten molestos. Evidentemente sus palabras no hicieron más que incrementar la confusión, pero aquél anciano era un hombre paciente, y así explico el fenómeno:

Cada día, al legar a su trabajo en el parque, entraba en la Mansión saludando a las gárgolas en la fachada; a las cabezas cortadas que colgaban del techo en el lobbie; a los pobladores del pueblo, uno por uno; al diablo y a las almas en pena atrapadas en el Infierno; a los torturados y a las víctimas de la tortura en el calabozo de la Inquisición; al dragón en la gruta; a los muertos en el cementerio y a los esqueletos. Cada uno recibía el mismo saludo en los amigables términos de: “Buenas tardes Carnal“; y por la mañana, al partir hacia su casa, el hombre hacía lo mismo para despedirse: “Ya me voy Carnal, regreso en la noche; no hagan diabluras”. Pero el último día no regresó.

Por esa razón había durado tanto en su puesto, muchos días e incluso meses más que otros veladores. Para aquél anciano sencillo, las figuras que habitaban la Mansión de la Llorona eran sus compañeros de trabajo, y como tales los trataba.

Y mientras daba las frases finales de su explicación, que aparentemente para él resultaba completamente lógica y cotidiana, se encontraba marchando por el Pueblo Mexicano hacia la Mansión, en compañía de los desconcertados supervisores y el gerente de operaciones. Lo condujeron hasta la puerta del juego y entró, él solo tras haberles pedido que le esperaran un ratito. El viejo velador había ido a despedirse de sus carnales.

A la mañana siguiente, no hubo maniquíes rotos ni escenografías dañadas, y tampoco hubo llamadas misteriosas a DO cuando dieron las seis. No volvió a ser menester contratar un velador para la Mansión, que se mantuvo por sí sola en excelentes condiciones hasta que, dos meses después, volvió a abrir sus puertas para el inocente entretenimiento de su público.

1 comentario:

Anónimo dijo...

HERNÁN:

EXCELENTE RELATO.

DAN