Sutra de un ciclo terminado.

En estas últimas semanas me he estado ocupando en cerrar ciclos, desprenderme de lastres en el alma con la única intensión, notoriamente funcional, de seguir mi camino como parte de este ajetreado proceso de estar vivo. Es sorprendente, o al menos a mí me lo resulta, la manera en la que llega un momento con el que sabes instintivamente que hay algo en ti que se rompió; lo contemplas con cautela y encuentras las referencias que te hace del pasado, y notas que ni eso roto ni de cuanto te hablaba, importan más... que ya no duele. Es en ese momento cuando, sencillamente, hay que soltar.

Esta es una conveniente oportunidad para abandonar la lectura de este Sutra en deuda. Después no digas que no te previne...

Mi padre no era mi padre, fue más bien quien me inició en el engañoso mundo de las apariencias que muchos años más tarde repudié. Mi madre le conoció habiendo ya seis años de que yo llegara a este mundo; yo le conocí poco después, cuando tras el divorcio de mis padres y de vivir un rato con la mejor amiga de mi mama, ella decidió formar una vida junto a él, quien fue una persona muy inteligente, cosa de la que pocos podrían tener la menor duda; particularmente él mismo.

Contador y administrador de profesión, ambas, lo suyo era más bien las leyes. Sabía siempre con quién hablar para que el asunto marchara con la mayor celeridad; sabía cuanto y a quién y en donde depositar esa discreta suma que posibilitaba fabulosos milagros jurídicos; por no mencionar que conocía la letra pequeña mejor que nadie, pudiendo hacer asombrosas acrobacias con las normas más rígidas del sistema. Permanentemente había alguien debiéndole un favor, y sin excepciones, él sabía el momento exacto para hacer su cobro.

Hombre tan fascinante terminó siendo mi padre. Al menos putativo. Él se encargó de cambiar mi nombre y apellidos para que quedaran ad hoc con los de mis dos hermanas, que ya empezaban decididamente a llegar por estos rumbos.

Nuestra relación fue tormentosa desde un principio, por decirlo de alguna manera. Al notar que la posibilidad de inscribirme en una academia militar se volvía cada vez más lejana, optó por el extraño hábito de exagerar cuando hablaba de mí, lo cual me valió cuantiosos enfados de mi madre y el temporal rechazo de mis tíos. Por mucho tiempo fue su honesta palabra contra la mía, la de un niño... y todos sabemos que nadie puede fiarse de lo que dice un niño. Sin embargo eso no contaba con tanta relevancia como los azotes consuetudinarios que siempre eran producto de un puro y sincero afán educativo que parecían despejarle del todo cualquier traza de mal humor. Lo sé porque en ocasiones reía durante la dinámica, cuando yo no atinaba muy bien a esquivar los golpes.

El miedo es una emoción natural que impele a los seres vivos a mantenerse con vida, y luego de una botella de insecticida que no hizo otra cosa que desparasitarme a la edad de ocho años, opté por sobrevivir. Ahí surgió una actitud naive que aún mantengo a la fecha, en ese entonces parecer más inocente de la cuenta era una armadura fabulosa cuando alguien decía que habías hecho algo; incluso cuando efectivamente lo habías hecho, y esperabas no ser culpado por ello. También aprendí el arte de mandar a la lona a cualquier adversario con sólo un par de palabras casuales bien acomodadas, habilidad que entonces asociaba a heroísmo y que hoy día entiendo como cobardía.

Pero en ese tiempo funcionaba, y para cuando llegó la adolescencia era yo todo un as analizando a las personas y sabiendo que esperar de cada quién, aliado o contrincante, tenía excelente maestro si deseaba aprender a manipular a los demás. Y lo deseé.

También aprendí a odiar y el peso que eso conlleva; el miedo, empero, se había mitigado significativamente. Para los quince años había adquirido el hábito de conocer cada lote abandonado, cada casa en construcción y cada lugar, en breve, que pudiera servirme de asilo en caso de que, en una de esas, me arrojaran de casa. Hay que tener siempre un Plan B. Y de hecho, lo que temía no tardó mucho en llegar, aunque no del todo como yo lo esperaba: sucedió que al cazador, haciendo un “negocio” con alguien de precaria ética, responsable de una caja popular en Querétaro, se le fue la liebre. El “negocio“ fue descubierto y el socio se lavó las manos, lo que nos dejó a nosotros sin muebles, juguetes ni libros, una casa vacía y la necesidad de regresar al H. Distrito Federal huyendo... de la ley.

Pero a las voluntades fuertes nada las amedrenta, y de vuelta al D. F. surgieron más negocios y oportunidades conforme los años pasaron, y si bien crecí sin que hubiera quién me orientara en los affaires del rasurado, las chicas y esas arcanas técnicas para hacer el mentado nudo de la corbata, llegué felizmente a los veintes. Para entonces ya casi no me mostraba a la defensiva ante “figuras masculinas de autoridad” y tenia en casa alguien por quien dejaba de sentir ese odio reverberante para no tener otra cosa que una penosa lástima que se mantenía en crecendo.

Cuando niño, desee que el día en que fuera mayor, fuera un tipo muy especial de adulto, uno a partir de como mi padre era, pero a la inversa. De esa manera me fui educando, observando y tratando de entender porque me parecía percibir en él toda esa profunda frustración e infelicidad que creía ver en él. Cada día, con puntual obsesión le analizaba y a la vez erigía este psicólogo su sino. Crecí siendo su opuesto y al principio fue la razón para que se mantuviera el conflicto entre ambos.

No hubiera podido ni deseado que fuera de otra manera.

Nunca me enteré de cuál fue el momento en que terminé sintiendo esa patética mezcla de lástima y desprecio por él. Me daba pena su vida, podía notar todas esas ganas de ser, tener y hacer que se le quedaban enredadas entre los dedos, insatisfechas. No me parecía justo cómo terminaba su historia. Y al mismo tiempo ese rechazo a su tacto, a sus nacientes intentos de ser cálido... cuando al fin me llamó “hijo”, mi alma sufrió vértigo.

Me quedaba absolutamente claro que ya no era el mismo que había yo conocido de niño, me quedaba claro que era yo quien ahora le intimidaba a él y también me estaba bien claro que yo, que era ahora tan contrario a lo que él fue, de alguna manera lo enorgullecía.

Entonces vino el cáncer y comenzó a llevárselo despacio, con dolor; pero si bien yo no sentía ya rencor hacia el, tampoco me daba pena su sufrimiento. No me enganche a la tristeza de mi madre, ni a la de mis hermanas; me concretaba a guardar silencio ante sus preocupaciones expresas y me veía a mi mismo como una especie de traidor a la causa. Pero me encontraba vacío, sin los sentimientos oscuros que por siempre tuve hacia él, no me quedaba nada para darle.

A lo que temí fue a su muerte, a quedarme con una deuda sin resolver; con cosas por decir pero sin alguien a quien decírselas. Sin embargo la muerte llegó a por él y yo no me quedé con nada, excepto con la sensación frente a ese vacío de que “debería” sentir algo.

Sucedió un lunes por la noche. Yo cerraba la puerta de mi cubículo, en la Facultad, cuando aún estudiaba la carrera, y supe que en ese momento él moría. Tomé entonces mi mochila y caminé por Ciudad Universitaria erráticamente, anduve por algunas calles al azar y al final llegue a la casa. La encontré llena de familiares, rostros desencajados y su cuerpo arreglado a traje y corbata impecables. Ya nadie lloraba, al parecer a mi madre y mis hermanas se les habían agotado las lágrimas; y yo me sentía ajeno, como un extraño que hubiese entrado a una casa desconocida por equivocación. No sentía que algo ahí tuviera que ver conmigo, no sentía pertenecer ni compartir de modo alguno ese dolor.

Pero no sentir no fue el problema precisamente. La fatiga dictó la hora de dormir y me metí en la cama, mientras me hacía consciente, en el silencio de sepulcro, del miedo que aun se escurría por el aire; pero no era mío, sino un resabio posterior a la muerte, una resonancia. Mis sentidos se anclaban en los ecos del dolor que de igual modo se mitigaba muy de poco a poco, y su esencia, su presencia que tanto temí, odie, desprecié, también se tomaba con parsimonia su tiempo en disiparse.

Atávicamente entendía que una oración era para ese momento lo más adecuado en bien de mi tranquilidad, pero no suelo orar, y enviar tres correos electrónicos explicando a mis amigos lo que me estaba sucediendo, bastó suficientemente para permitirme el sueño. Un sueño sin sueños.

A la mañana siguiente fue el velorio; a las once se reunió la familia de mi madre, sus amigas, mis hermanas, sus novios en turno y algún que otro desconocido. A las once de esa misma mañana yo, muy lejos de ahí, tomaba terapia, como cada martes de ese año, pero en especial ese martes, trabajando in situ los sentimientos venidos de la ausencia de los sentimientos adecuados y permitiéndome asimilar lo que finalmente había sucedido. Existía un velado remordimiento por no acompañar a mi familia en ese momento crítico, en ese duelo; pero al final debí reconocer que mi duelo era distinto, e igual lo era mi proceso, no había manera de que el suyo y el mío fueran vividos de la misma manera o en el mismo sitio. Así, guiado por Marcia, mi terapeuta, transcurrí a través de todo ello de la mejor manera que podría imaginarse, en tanto que ella se ganaba a pulso mi gratitud.

Casualmente sucedió que buscando y hallando documentos para la aseguradora y futuras pensiones, a aquél finado que solíamos festejar en abril por su cumpleaños, había nacido en julio, y que el año en que todos creíamos que había nacido resultaba no ser una fecha tan exacta...

En fin. Con su muerte murió también lo que yo sentía, y se murió una parte de mí que no me gustaba. Se extinguió el vacío y se acabo definitivamente el rencor tan añejado. Pero ahora, con los años que han pasado (ignoro exactamente cuantos) descubro que donde hubo todo eso, ahora tengo una rara compasión por su recuerdo y, de una manera que se me antoja acaso un poco torcida, también gratitud. Quien escribe estas líneas es un buen hombre, cada vez mejor humano y plenamente orgulloso de lo que es, también un buen psicólogo, alguien que de haber tenido otra historia, irónica y muy probablemente no tendría tanto de qué presumir.

Sólo me queda desearle una nueva vida, una nueva oportunidad para ser feliz. Yo me quedo velando su contraejemplo, tratando de ser justo y honesto, aferrado a la ética y renuente de la moral, fiel a mi, a los míos y a mi compromiso de ser feliz.

Gracias entonces, y que el Tao fluya hacia donde le sea menester.

1 comentario:

danodan dijo...

Como estas Psicologo?.. no tuve chance de conocerte...no me diste mucho chance... sin embargo mi respeto por ti ha crecido; ademas de mi aprendizaje de vida, a través de tus palabras... Espero algun día publiques un libro...

Saludos