Sutra salvaje.

A unos pasos de la incandescente fogata, los tambores resuenan con un bit frenético; las percusiones golpean tu pecho y desde adentro tus latidos golpean de vuelta, la sangre se concentra, ignoras si ese ritmo salvaje aún proviene de los tambores frente a ti o de tu corazón que brama como un depredador hambriento… y lo cierto es que latidos y percusiones resuenan sobre el universo al unísono, cada uno más poderoso que el anterior. Fiebre coloreando tu rostro, sudor que salpica las llamas, delirio que nubla tu mente; te mueves danzando como jamás creíste poder hacerlo y los espíritus danzan alrededor de ti... contigo.

Pausa. Respiremos un poco... despacio... y abramos espacio para un Sutra Salvaje.
Por aca, desde esta tierra mestiza donde yo te escribo, todo el mundo sabe que si eres una persona civilizada no vas a rascarte el trasero cuando te de comezón, salvo con discreción y en lo oscurito; no vas a eructar en público, porque es de mal gusto y te van a ver feo; no cojeras y vas a actuar como si fueras una angelical criatura que no tiene ni necesita del sexo; no te desnudarás, no tocarás demasiado a los demás, no levantarás la voz dejándola volverse un rugido que rasgue las frías calles de esta colmena mecánica en la que habitamos. No parecerás, para hacértelo breve, una bestia salvaje.

¡Cuán malo es en esta sociedad dejar manifestarse a lo salvaje...! que pena que sea precisamente de ahí, de eso que el hombre se niega y se amputa, de donde surge la chispa que da y mantiene la vida. El extremo de este absurdo es el conocido ícono proscrito con figura humana, pezuñas y rostro de macho cabrío que pasó de la noche a la mañana de ser dios de los bosques a convertirse en emblema absoluto del mal y la perdición, convirtiendo así no sólo a lo salvaje en algo malo, sino en Lo Malo per se.

Pese a todo, no podemos entrar en el juego dejándonos convencer: los hombres, y quiero decir hombres y mujeres, provienen justo de allá afuera, de la sangre y lo salvaje, de los bosques y de las montañas, de los mares, las selvas y de los desiertos; se alimentaban de lo que les rodeaba por medio de sus propias manos y mamaban a sorbos su fuerza y energía de la Tierra. De pronto, un día, decidieron emigrar a la gran costra de asfalto y se instalaron a sus anchas, subyugaron su entorno y se avergonzaron de su pasado, tratando, te juro que trataron, de olvidar aquello dónde habían venido.

Pero ese origen lo tenemos tatuado al tuétano de los huesos; aún tenemos los mismos cuerpos esculpidos de roca, la misma sangre arrancada a las mareas que vomita el océano, el mismo aliento que hurtamos a los dioses del viento, el mismo espíritu inagotable encendido con el primer fuego que ardió sobre Creación.

¿Parece poco?

La búsqueda del olvido llegó cuando dejamos de dialogar con lo natural y le negamos su sentido; cuando creímos que los árboles no nos responderían más y decidimos tomarnos personal el que las fieras nos devoraran; cuando creímos que la última tormenta que enfrentamos desnudos, fue la saña de un castigo frente a designios insospechables. Entonces nos divorciamos de la Tierra y nos emancipamos.

Pero renunciar a la Tierra fue a la vez renunciar a nosotros y arrojarnos a un frío y vacío exilio, donde nos quedamos abandonados y a la defensiva frente al Universo. Entonces declaramos esta guerra campal contra los otros y nosotros, para luego quedarnos sin posibilidad de volver a casa.

De cualquier manera, siempre envidiamos a las demás bestias y alimentamos inagotables nuestro miedo a sus garras, fauces, cuernos, venenos… ocioso es decir que igual los alimentamos a ellos al estar inexorablemente suscritos a la cadena alimenticia. Fue siempre claro que el hombre de antaño no contaba con tan portentosas armas, por eso heredamos ese deseo inconfesable de dominar, subyugar y eliminar a los que en ese entonces nos incluyeron no muy gentilmente en su dieta.

Es una tenebrosa herencia, sin duda, además de ambigua. Por nuestra sangre y espíritu corre el miedo a la Tierra porque nos creemos vulnerables; el rencor a los elementos por hacernos víctimas de lo que creímos que era saña, los celos frente a las bestias por contar con las herramientas que a nosotros nos fueron negadas… pero, en paralelo, estamos condenados a ese deseo de volver al seno de la Tierra; a las ganas de liberarnos y rugir con estrépito; a la necesidad de amigarnos con el lobo y dejar de temer...

Estamos condenados a extrañar el hogar y no permitirnos regresar jamás, primero lo destruiríamos antes de flaquear en contra nuestra permanente y triste necedad.

Pero el ímpetu de los tambores aún se escucha atronador y hace temblar las estructuras de nuestra sólida megalópolis, mientras nos arranca a jirones lo humano, dejando a la bestia desnuda, flirteando con los elementos, embriagada y extasiada al contemplarse a sí misma en el corazón de la verdad única: que no hay tal exilio ni la Tierra le ha olvidado, que el Universo le aguarda con paciencia y que su inconmesurable centro, la cuna de todo, amenaza con desbordarse del pecho del hombre mientras éste danza en torno a la hoguera al frenético ritmo de las percusiones.

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