Recuerdo que cuando era niño… quizá no tan tremendamente niño, acaso de trece, catorce años o algo así, en la televisión transmitían los cuentos de Ray Bradbury, un autor a quien yo había conocido por Fahrenheit no se cuantos, una novela que hablaba de una sociedad del futuro que quemaba los libros en dramáticas piras inquisitoriales.
El programa de televisión, las historias de Ray Bradbury, dedicaba cada episodio a una historia distinta, cada cual al más puro estilo de la dimensión desconocida. El comienzo del programa era con Ray Bradbury subiendo por el ascensor de su apartamento, uno de esos elevadores del siglo antepasado que tenia más fierros en su estructura que cualquier ferrocarril tercermundista. La puerta de reja se abría y el escritor caminaba con paso cansino hacia su atelier, el sitio donde una voz en off, que presumía ser la del escritor, explicaba que era en ese sitio donde nacían todas sus historias. Bastaba mirar a algún rincón, a cualquier muro, al suelo o al escritorio (y ya la cámara lo hacía por uno), para que alguno de los muchos y de lo más variados objetos que saturaban la vista, donde se mirase, hiciera nacer en la mente del buscador de historias el inicio de una. Eso decía la voz en off.
Esta introducción me impresionaba. En realidad creo que no recuerdo uno solo de los episodios de aquél programa, pero el caos de colores que dominaba lo que se suponía era el despacho de Bradbury, con sus ocres, sus sepias y sus rojos sangre, vienen a mi memoria con absoluta facilidad; los aromas de encierro rancio que con seguridad gobernaban la atmósfera; la opresión y escasez de movimiento que tanta cosa en tan poco espacio debía de imponer a quien llegara, dejándole nada más la alternativa de sentarse frente al escritorio de madera vieja, probablemente apolillada, barrer con el antebrazo los objetos heterogéneos que ahí habitaban, algunos desarmándose desparramándose por donde la negligencia de aquél brazo les llevara, y empezar entonces a escribir.
Cuán largo sería el recorrido que puede hacerse en la llanura de un simple escritorio cuando un antebrazo te persigue y tu accidentadamente ruedas por tu vida.
Nada más pensar en tanta cosa inerte interactuando con uno y su anodinia, que sus historias ya empiezan a entrelazarse casi por voluntad propia. En aquél entonces las palabras de Bradbury tenían todo el sentido para mí, y efectivamente aún lo tienen. Creo que basta un mirar para que comiencen a nacer las historias como un escalofrío, a veces como un suspiro, y en ciertas ocasiones, como un silencio que pudiera antojarse honestamente sepulcral. Pero hay que mirar con atención, entender la esencia de lo que dicen las cosas, o al menos un pobre cachito de toda ella.
Te diré un secreto: las historias no las inventamos nosotros; las historias, cuando miras algo con la mirada de escritor, surgen como el recuerdo de una experiencia jamás vivida, como una premonición, quizá como una advertencia. Nos susurran por lo bajo sus historias: esa calavera en tu almohada, esa bicicleta descuadrada, ese nido que te encontraste volteado sobre las baldosas del estacionamiento; todas ellas murmuran fragmentos de algo que podría llegar a pasar, o que pasó ya trayendo a su vez el final de otra historia. ¿Me comprendes?, darle voz a una historia es volverte su profeta.
Una historia a veces es un recuerdo; a veces un presagio, y también a veces sucede que es simplemente una historia.
Cuando era yo un esquelético crío, más bien un niño en toda la extensión de la palabra (aunque se bien que niño no es una palabra demasiado extensa), llegó a mis manos una revista gótica, cuando ese género comenzaba apenas a recorrer las calles de la capital hasta instalarse a unas cuadras del museo del Chopo acá, en la Ciudad de México; era una revista dos veces del tamaño de cualquier publicación sensata y tenía muchos menos colores. En uno de sus artículos cerca de la página central explicaban a detalle los elementos que debía cubrir una historia para lograr considerarse buena, mínimamente para considerarse viva.
Una buena historia, decía, tiene un poco de sangre, sólo debe ser un poco y escurriendo en los lugares idóneos, como desde el interior de una herida que el filo de un escalón dejó, o una copa de cristal cuyos bordes se quebraron tristemente tras caerse al vacío de la recepción. Es posible también ser franco y dejarse de eufemismos, incluyendo en la historia algunos entusiastas borbotones que espabilen un poco el argumento; pero ha de hacerse con tiento, cuidando que ninguno de los personajes a quienes vamos creando se lo tome demasiado personal. Es agotador enredarse en forcejeos con un personaje que le ha agarrado manía a uno.
Una historia con vida tiene noche, Luna y un cúmulo de tinieblas que se resisten a hacerse a un lado cuando llega la mañana. Tiene niebla, tiene bosques fríos donde a uno jamás le queda completamente claro que es lo que sucede muy adentro de entre tanto árbol, y a veces, es mejor permanecer ignorantes; ni siquiera un escritor tiene derecho a ir más allá de ciertas fronteras, porque invariablemente estará el riesgo de no regresar, aunque sus pasos efectivamente lleven su cuerpo exánime de vuelta.
Y si tiene Luna, unos colmillos colgando de la expresión psicótica de alguno de tus personajes seguramente le vendrán divinos a la historia; uno o dos aullidos y, eso sí, una ciudad con el suficiente suministro ineficiente de iluminación a lo largo de sus avenidas. Pon muchos callejones y grandes contenedores herrumbrosos de basura donde algún vagabundo pueda ocultarse en caso de necesidad, o donde alguien pueda hacerse pasar por vagabundo, igualmente en hipotético caso de necesidad. El feng shui, si tuviera especialidad en el ramo literario, seguramente recomendaría poner puertas mal cerradas en estos callejones, cerca de farolas fundidas desde tiempo atrás, y alcantarillas, y rincones tan oscuros que parecieran devorar a los curiosos que tal vez intentaron despertar al presunto vagabundo.
Tiene hambre, y encuentros inesperados, apariencias que engañan y muerte y muertos iconoclastas que se resisten a mantenerse donde los guardaron. Tiene amores interraciales y pasiones homosexuales. Tiene adjetivos surrealistas, redundancias convenientes, cinismo enfático y multitud de metáforas que dejan claro lo que no hubiéramos querido ni tantito haber escuchado.
Una buena historia tiene personajes, algunos aún vivos, otros ya no; muchos predecibles y otros inesperadamente sorprendentes. Puedes, si lo deseas, agregar incluso partes de personaje: ¿quién no recuerda al inolvidable Dedos de la Familia Adams? El tuyo podría, por ejemplo, responder al nombre de Pestañas.
En fin; que una buena historia es necesariamente la que es contada. Detente a pensar en todas esas veces en las que se te ocurrió una excelente y elaboradísima mentira que finalmente no encontraste una oportunidad para decir, o en las veces en que se te antojó distinto el final de aquél libro que el autor ya no supo cómo terminar. Piensa en cuántas historias nonatas murieron estranguladas por el silencio del anonimato; marchitas sin una identidad, porque no hubo quien les regalara las palabras suficientes para hacerse de un cuerpo. Piénsalo.
Cuando hayas terminado de pensar, regálame una historia.
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