Sutra de la inmortalidad

Esta tarde estaba yo reflexionando mientras me duchaba, y así nada más, se me ocurrió que esto de la inmortalidad es mal negocio. Si no estamos hechos para durar tanto. Pensaba en los elfos y enanos de Tolkien, quien aseguraba que los  primeros llegaban a vivir hasta mil años, y los otros nada más 150. ¿A qué pastel le caben tantas velitas de cumpleaños? Digo, con razón se extinguieron: con una taza de mortandad tan baja dudo que se hayan abstenido de procrear más enanitos o elfitos, según corresponda. Entonces no ha de haber mina o floresta que aguantara tanto habitante; el alimento se terminaría, el agua y hasta el espacio. Hoy en día quedan pocos enanos que sabiamente les da por morirse a tiempo para no acaparar oxigeno y recursos de la comunidad.

Con los seres humanos la cosa no nos es diferente. Nuestros avances médicos y la calidad de vida han desplazado la fecha de caducidad de hombres y mujeres de los treinta años, o cuarenta, hasta los cincuenta, sesenta u ochenta. Hoy en día hay incluso quienes llegan a la friolera de cien años, o más. La cuestión es el cómo llegan. Estamos diseñados de cabo a rabo para estar únicamente un rato pisando esta tierra, acompañándonos entre nosotros, tocándonos, chocando y colisionando en un maremágnum de palabras y emociones. Después de eso, vaya usted a saber que seguirá. No somos como los elfos que vivían cientos de años, pero nos esforzamos, y soñamos con llegar a vivir tanto.

Actualmente los científicos han localizado un gen que se encarga de llevarnos el timing de nuestras vidas; marca la hora en que nos cae la adolescencia, el momento de la primera menstruación y la llegada de la última, la temporada en que somos más fértiles, o en la que tenemos mejor condición física y la fecha en que empezamos a perderla; se encarga de hacernos viejos, de marchitarnos, y de recordarnos que, llegada la hora, tenemos que deshacer nuestras maletas y partir.

Puede que este gen lo consigan extirpar un buen día y podamos entonces darnos una vida de enano; sin la necesidad de habitar minas húmedas carebtes de televisión por cable. Una muertetomía, llamémosle. Entonces todavía quedaría la bronca del desgaste al que todo cuerpo físico por causa de la fricción y otras fuerzas naturales: las articulaciones se deterioran, los músculos flaquean, la vista se agota. No imagino continuar yendo diariamente al gym durante cien años más. Sin embargo esos asuntos médicos podían resolverse posteriormente, quizá en el futuro haya implantes para todo, o prótesis, o híbridos genéticos con siete rodillas parra siente clientes distintos con la suficiente solvencia para pagarse su retocadita.

Puede que lo consigan y que un buen día la vida no desgaste la fisiología de nuestros cuerpos o haya las refacciones necesarias y accesibles para seguir en el camino; pero qué haríamos entonces con nuestras manías, uno no puede tener cabeza para tanto. Si ya con estos viejitos que llegan a los ochenta los encontramos medio deschavetados. Conforme pasa la vida y con ella nos enfrentamos a experiencias inverosímiles, grandes retos o situaciones tremendamente significativas que a uno lo pueden dejar más que marcado, algo se va ajustando en nuestros pensamientos: algo se vuelve más flexible y otro algo se cristaliza volviéndose inmutable. Cuando somos ancianos así se quedan nuestras viejas costumbres, nuestras creencias; las unas se tornan obsesiones y la otras fanatismos. Es difícil que suceda otra cosa, porque de eso se trata vivir y hacer contacto con la vida, en dejarla hacerte heridas que después dejan añejas cicatrices de batalla que cuando somos mayores nos encanta presumir. Existir nos marca de forma única, como el troquelado en el canto de una moneda.

Pero puede también que surjan vanguardistas modelos de psicoterapia que borren las cicatrices de haber existido, y puede también que existan quienes deseen que esas cicatrices de viejas batallas les sean amputadas. Entonces posiblemente habrá hombres y mujeres de cien años y cacho sin obsesiones, manías, ni historia.  Entonces nos quedará preguntarnos por la natalidad cuando por la mortandad ya no tendremos dudas: ¿la naturaleza nos retirará paulatinamente la posibilidad de reproducirnos, o seremos nosotros quienes legislemos a favor de familias sin hijos? Este planeta ya lo tenemos tan atiborrado de humanitos, que no soportaría que llegaran más a donde los que ya estaban no les hacen cupo.

La cosa de la inmortalidad se hace tremendamente compleja. Si la muerte se erradicara de este mundo no existirían más palabras como “morir” o “vivir”, de hecho, el mero acto de vivir carecería de sentido; sin su contraste, la vida sería algo incognoscible y sin valor. No  nos preocuparíamos por madurar, porque la madurez es una noción anclada en nuestro entendimiento del tiempo, que es esa sucesión de momentos que nos dirigen inexorablemente al gran final. Sin muerte, “tiempo” no tendría significado, y sin tiempo no necesitaríamos relojes, cada quien llevaría su propio timing opcional. La extinción individual por caída, inanición o incendio sería irónico un accidente personal.

Si no necesitáramos morir tampoco nos haría falta establecer relaciones, pues dejarían de hacernos falta testigos de nuestro paso por el mundo; seremos nuestro propio testigo, pero el pasado sería algo que muy probablemente desecharíamos conforme se nos fuera fermentando el presente. Viviríamos, viviríamos inagotablemente en el presente continuo de una vida sin existencia, sin la pasión de saber que podemos dejarnos morir por aquello que más atesoramos, que podemos entregar nuestra vida para preservar la de alguien más. Al no haber muerte mataríamos la solidaridad, mataríamos el amor y el sentido del ser en el otro.

Pero personalmente, con eso de que no habría pasión tengo. Hasta ahora se me ocurre que yo mismo no tengo problema con la muerte, con mi muerte. Se que yo estoy aquí de paso, y creo que la pasión prevalece más allá de ese último sueño. No es que intuya la posibilidad de existir después  de haber muerto, se trata más bien de un deseo, y de ese apasionado deseo nace una certeza, una fe. Agregaría que sin una muerte que amenazara nuestra supervivencia la esperanza no nos haría falta, no habría fe, ni religiones,  no habría espiritualidad y puede que tampoco arte, no se si creatividad.

No me atemoriza mi propia muerte, soy un dragón al que le da mucha curiosidad esa transición, más bien temo la muerte de otros, el quedarme aquí, paulatinamente si aquellos y aquellas a quienes amo. Pienso que no hay peor muerte que la que no es de uno, pero contra eso no cabe nada por hacer, acaso simplemente recurrir a la memoria y al fragmento de los otros que se queda en nosotros. No lo se. La muerte duele porque es el desprendimiento más grande de la vida, porque precisamente consiste en desprendernos de la vida, y no tenemos un tesoro mayor que eso. Por eso soñamos con eternizarnos y guardarla para nosotros, aferrarnos a ella y preservarla como la rosa inmutable que el Principito de Saint-Exupéry  guardaba por amor debajo de un capelo de cristal.

La vida es quizá fruto de confusiones tanto como de sueños e ilusiones. Soñamos con poder preservarla más allá de la enfermedad y nos formamos la ilusión de poderle ganar a la muerte, nos vanagloriamos cuando mantenemos un pulmón respirando dentro de un cuerpo que ya nadie habita y nos prohibimos la sola idea de desear la propia muerte, aun cuando mantener la vida sea mayor crueldad que terminarla. Tememos tanto a la muerte que confundimos cantidad con calidad: cantidad de vida con calidad de vida. Sobre la una tenemos escaso control, pero sobre la otra mucho; ¿adivinarías cuál es cual?

Gracias por pasar por estas letras, ten una vida interesante.

1 comentario:

Miranda Reynoso dijo...

Pero hay muchos grises, ¿no crees? Digo, entre la inmortalidad y la muerte joven a lá James Dean, pues claramente la segunda es una opción más atractiva. Pero sí vivir toda esa epoca de la vejez donde ya solo te quedan las cicatrices y las historias de batalla, yo creo que tiene su encanto y su por qué. Si no hubiera viejos no habría jóvenes, seríamos como en la edad media que una mujer de treinta ya era chochita. Necesitamos los contrastes para ver los colores.
Además sentirte frágil ayuda a ser más compasivo con otros que estén enfermos o en malas circunstancias y bien vivida y honrada esta etapa, te puede ayudar a acercarte de otra manera con los tuyos, ya habiendo menos egoicidad.
También creo que efectivamente los humanos consumimos recursos, y a veces darían ganas de que la pobre Gaia pudiera ponerse shampoo anti humanos y ver su cabellera estelar libre de nosotros. Pero creo que así como consumimos recursos también proveemos de recursos a la tierra, a los otros. Ingenio, afecto, historias, ¿nunca te ha dado la bendición un viejito? A mí me sabe como de chamán y no me sabría igual si me la diera un chavo buena onda, you know?
Vaya pues, que yo no veo mal que se haya extendido un poquito más nuestro paso por la Tierra. Algo quitamos, algo damos. Polvo somos, pero polvo enamorado