El Imperial.

La oscuridad en la estancia era absoluta, Cifuentes solía preferirla así. Recorría con paso cansino el ancho de la habitación, desde el muro del apagador, hasta el viejo sillón que había traído consigo de España hace más de cincuenta años. A ciegas, le gustaba tanto sentir la fricción de sus zapatos sobre la alfombra, como el aroma de la seductora taza de café, que como siempre, le esperaba en la mesita para arrebatarle trago a trago una noche más de sueño.

Al cobijo de sus reflexiones, se preguntaba enfadado dónde habían quedado quienes gozaban de las melodías de Beethoven, las texturas de la seda, el gusto de los buenos vinos. Al final, era cierto que el mundo se había acabado, y pocos hombres quedaban como él para recordarle a esta ruina de sociedad su pasada gloria. ¿A dónde habían ido las delicias de Viena o los aromas del Brasil, el arte de Italia o la literatura de Bretaña?

Todo eso, a opinión de sus vecinos, había ido a parar por montones a su apartamento. Quienes habían tenido la oportunidad de fisgonear la casa de Cifuentes cuando le subían su correspondencia o le devolvían al gordo Higgins, cansado de maullar atorado en algún ducto de ventilación, descubrían que no podrían entrar aunque el anciano los invitara; en medio de tanta antigüedad amontonada. Ocioso es decir que un mal día, Higgins no fue encontrado después de alguna de sus expediciones nocturnas, pero el aroma de su cuerpo en descomposición se encargó de mantener vivo su recuerdo en el edificio Imperial.

En honor a la verdad, es menester decir que el esplendor del Imperial había pasado a ser poco menos que un recuerdo. Hoy ya nadie mata por vivir ahí. Literalmente. Quienes hace medio siglo se hicieron de una escritura con dirección en el número 67 de los Cipreses, obtenían su reconocimiento como personas especiales y de muy alta importancia; por eso, jamás fue visto que alguno de ellos vendiera la propiedad, solo muertos abandonaban el edificio para ya no volver. Hasta ahora, que en afán de llevar el progreso a los barrios viejos de la ciudad, el terreno que ocupaba el Imperial sería destinado en un par de semanas a “Wacko’s”, un nuevo y modernísimo centro comercial.

Sumido en la oscuridad, Cifuentes recordaba. Hacía medio siglo que concluyeron los últimos detalles del edificio; el vitral que hasta ahora adorna los ventanales del recibidor, cuando fue traído de Toledo, fue la nota central en la sección de sociedad del Excélsior, la puerta de ébano y caoba que da a la calle de los Cipreses, fue tallada por manos artistas en Marruecos, y los dos perros de bronce al pie de las escaleras fueron extraídos de un antiguo castillo húngaro. Se requería de una pequeña legión de sirvientes para mantener bruñida la madera, impecables las alfombras, pulidos los cristales y los ductos de ventilación sin obstruir.

Pobre Higgins, haber muerto atrapado en un ducto, siendo devorado por las ratas que en otro momento eran su pasatiempo. Es difícil imaginarse un destino peor.

Cifuentes no dedicaba demasiada energía a los pensamientos inútiles; él, a diferencia de las personas burdas que abarrotan las avenidas y se frotan mutuamente en los armatostes públicos de transporte, puede tomar las riendas de sus pensamientos y conducirlos en la vía ejemplar del razonamiento sublime. Es el beneficio último de una mente educada. Mientras las mentes poco desarrolladas se extravían a la deriva en una tormenta de ideas, la suya discierne lo que es objetivo y pragmático, todo cuanto pueda hacer fértil a la posibilidad de progresar. Eso es lo que continuamente se dice él.

Las cuatro paredes de su apartamento son territorio, un diminuto reino. Sus fronteras se refuerzan con gruesos libreros atestados de historia y filosofía, hay bosques extensos de arte creciendo en los pasillos, y ejércitos de porcelanas debajo de la ventana. Los rostros de candidatos que se hicieron senadores, y de embajadores y de presidentes pasados sonríen desde las fotografías en cada pared: manos que se estrechan, palmadas en el hombro. Ayer el Señor Cifuentes era alguien, pero hoy solo le ven como un anciano que se arroja a oscuras en su sillón apolillado para escuchar lo que sus vecinos hacen durante la noche.

Pero esta noche sin sueño y a oscuras, en silencio, ya no hay vecinos que hagan escándalos cuando debieran dormir; ya no hay nietos correteando por los pasillos ni gatos atorados en la ventilación. Uno a uno han estado yéndose durante la semana, aprovechando hasta el último momento antes de abandonar su apartamento en el Imperial. A la señora Stendhal se la llevaron en taxi a un asilo en las afueras de la ciudad; los Pereira bajaron abrazados las escaleras, llorando (se rumoraba que no eran esposos en realidad, sino hermanos) mientras un camión pequeño se llevaba sus pertenencias. Al final, solo quedaba Cifuentes en la estancia a oscuras del apartamento 401, mientras fuera del edificio comenzaba a llover.

La oscuridad era espesa, y apestaba a soledad. Solía preferirla así, pero hoy, solamente por hoy, hubiera querido tener una luz que le iluminara las manos; ver por última vez sus libros, las fotografías en los muros, los fragmentos de pasado de los que tan celosamente se había rodeado. Quería mirar a sus fantasmas para despedirse de ellos, pero estaba a ciegas y no podía mirar en otra dirección que hacia el interior de sí mismo.

Por su parte, los de la compañía de luz, que tenían otras ocupaciones de las que hacerse cargo y asumiendo que el Imperial sería a estas alturas un cascaron vacio y deshabitado, decidieron cortar el suministro eléctrico al medio día.

Hubo un tiempo en que Cifuentes sabía del valor de una buena historia; eso fue antes del Imperial, y antes incluso de haber deseado dejar Canarias para venirse a hacer la América. La vida aquí fue más dura de lo que imaginaba, su creatividad no saciaba el hambre y los editores tenían mejores textos en los cuales invertir que en los tontos relatos de un cuentista novato. Entonces llegó el matrimonio, las deudas, el primer hijo, y después el segundo. Nunca es fácil hacer frente al hambre, y la cosa es peor cuando se instala además en los estómagos de la familia. Por casi ocho años pudieron sobrevivir con trabajos eventuales que caían en manos de Cifuentes: pequeñas reseñas de la guerra civil o alguna crónica de los altercados policiacos con los obreros. Ningún cuento, a nadie le interesaba pagar por leer lo que un cuentista pudiera contar.

Dejaba entonces las historias de duendes para cuando llegaba a casa y sus hijos le pedían un cuento para dormir. Siempre había uno distinto, pero los niños preferían escuchar acerca de Bardo, el dragón, un personaje que se había inventado años atrás, cuando viajaba en el barco “El Bardo” que le llevó lejos de España. Con el tiempo se extinguieron paulatinamente las historias a la hora de dormir, con el hambre dejaron de hacer falta los duendes, y la pluma de Cifuentes se consagró a describir la realidad, que, dicho sea de paso, siempre suele dar temas jugosos de qué hablar. En lugar de cuentos de hadas, aprendió a narrar con fluidez asesinatos en las carreteras, eventos de políticos en campaña, mítines, marchas, y otros aconteceres de interés para todo ciudadano que se diga responsable. Luego conoció gente y eso a su vez le dio a conocer a él en las altas esferas; era toda una novedad: el periodista extranjero de opinión sólida y pluma afilada.

La vida es un permanente trueque, Cifuentes así lo había descubierto; a veces, a cambio de un favor, él podía mejorar con un texto la opinión de la sociedad hacia algún personaje. Así, la gente se olvidó de que el licenciado Urrutia era un ex convicto, y Samuel, hijo menor de Cifuentes, entró a la universidad para estudiar medicina; los medios dejaron de dar importancia al incendio de la fábrica textil, y Carlos, el mayor, encontró trabajo en la alcaldía. Cuando anunciaron el proyecto de construcción del Imperial, Raymundo Ramírez, comprador del apartamento 401 del codiciado edificio en el centro de la ciudad, murió en un trágico accidente automovilístico. Había sido una pena. Se mudaron al hogar en la calle de los Cipreses, mientras en la escalera política el licenciado Urrutia escalaba un nuevo peldaño; ahora le llamaban senador y su primera acción política fue adjudicarse un bono a su salario.

Una buena pluma trae muchos amigos consigo, y no pocos enemigos; y así como en ocasiones ocurre que los amigos de nuestros amigos se hacen amigos nuestros, también los enemigos enojados de nuestros buenos amigos, como el senador Urrutia, vienen a casa para darle un tiro de bala a nuestra esposa. La vida tiene sus riesgos, esa es la realidad. La vida toma desprevenidos a quienes se regodean en lo fantasioso, no por nada Cifuentes se dedicó en lo sucesivo a extinguir cualquier intento de sus hijos para evadirse de ella: objetividad y criterio eran su lema, mientras en silencio esperaba que los duendes y sus historias no hubieran hecho estragos irreparables en la mente de los niños. El más renuente solía ser Carlos, divagante, terriblemente fantasioso e insensato; prefería mentir, que decir la verdad, jugar con arena y muñecos, que a la pelota con los niños del colegio. Justamente un año hace que dejó de ejercer como abogado para dedicarse a escribir guiones de teatro mal pagados. “Tienes un hijo y una esposa, y
a no era momento de jugar a las niñerías”, le recordaba su padre, pero Carlos nunca escuchaba.

Carlos se ofreció a pasar por su padre, no era de sus dos hijos el que vivía más cerca, pero era quien le tenía ya una cama preparada en su casa y Rita, su esposa, había hecho, según ella, una deliciosa tarta para darle la bienvenida. Esta noche vendrían por él, y mañana vaciarían su apartamento y se llevarían sus cosas de cincuenta años de historia para meterlas a alguna bodega, quizá se haga una subasta con ellas. El tic tac de un reloj abandonado le recordaba que el momento estaba cerca. El hombre dejo la taza vacía en la mesita, cerca del sofá en el que probablemente no volvería a sentarse, y caminó hacia donde debía estar el perchero para tomar una gabardina contra la lluvia; seguía lloviendo. Se dirigió a la mesa del comedor siguiendo su propio mapa mental y a ciegas se hizo de la maleta que Rita vino a prepararle esta mañana. Pesaba muy poco. Decidió dejarla donde estaba, tan solo un momento más, y se alejó sus pensamientos de ella para dedicarse brevemente a recorrer la estancia, acariciando con la ye
ma de sus dedos el lomo vetusto de algunos libros, tomó distraídamente una figura de porcelana y la cambio de sitio, descolgó del techo un empolvado globo decorativo de cobre y madera y, tras sostenerlo un instante entre sus manos, lo depositó con suavidad en el suelo.

Sus pasos le pesaban cada vez más, el aire parecía enrarecido; le era difícil desprenderse de aquel lugar y del pasado al que se mantenía anclado con libros, figurillas y muebles. A su mente triste llegó una vieja historia que conocía y que hacía mucho no se contaba, una acerca de un hombre que dejó su patria cabalgando sobre el mar en el lomo de un salvaje dragón alado. Esta vez no buscó silenciar esa voz interior, él sabía que el mismo era aquel hombre, y había olvidado cuanta falta le hacían sus viejas historias. Pero las historias viven y se sostienen incluso cuando tratamos de extinguirlas con el olvido; por eso la cabeza de Cifuentes se llenó de ellas cuando, habiendo girado el picaporte de su puerta, dio un paso para salir al pasillo, fuera de su apartamento. Él reconocía cada una de esas historias que acudían a su cabeza, eran sus viejos duendes que por décadas le habían obedecido y guardaban un discreto silencio.

Las farolas de la calle proyectaban su luz a través del ventanal hacia el recibidor del Imperial; con colores caprichosos iluminaban la escalera y los balcones de cada piso, hasta la puerta del 401 de Cifuentes. Las gotas de lluvia se dibujaban en las paredes, y de cuando en cuando, algún relámpago hacía resaltar un grupo de hadas que danzaban en el vitral.

Apoyándose en el barandal de ribetes dorados, bajó Cifuentes un escalón después de otro, tanteando lentamente con la punta del zapato, para esperar a Carlos en la recepción. A lo lejos el maullido de un gato partió en dos el silencio; no era Higgins, por supuesto, a menos que los duendes lo hubieran traído de vuelta desde los ductos de ventilación. Cifuentes sonrió lacónicamente mientras continuaba bajando. Llegando al tercer piso y luego al segundo, con la parsimonia del hombre que no tiene ya ningún pendiente, dejó su mirada vagar por el recibidor: notaba su alfombrado verde, la sala de estar de madera dorada y una corriente de viento que se colaba entre los goznes de la puerta. Estaba entrando la lluvia, habría que decírselo al conserje. No, hacía un año que renunció el último conserje.

Entonces hubo un nuevo relámpago sobre la calle, las hadas parecieron salirse del cristal que retumbó con estridencia y Cifuentes se sobresaltó cuando, en el mismo instante, un gato gordo y muy mal acicalado maullaba dos escalones detrás de él. El hombre giró con brusquedad viendo a Higgins en lo alto de la escalera; con el movimiento, su mano se resbaló del barandal, su equilibrio zozobró y su cuerpo entero se precipitó en un incesante rodar escalones abajo que se prolongó más allá del tiempo y de la vida; había perdido la consciencia mucho antes de desplomarse inerte en la recepción.

Bardo había caído y los huesos de su voluminoso cuerpo se quebraban con el filo de las rocas, la furia del mar le llevaba una y otra vez contra el acantilado; dicen que todavía escupía torrentes de humo y fuego cuando las aguas lo devoraron por completo. Su jinete no pereció con él, las hadas habían llegado oportunamente para rescatarlo y le sostuvieron sobre el mismo punto donde el dragón desapareciera haría solo un instante; y agitando sus alas hechas de cristal, se lo llevaron más allá del mar, muy lejos de ahí.

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