Desde hace muchos años, pon tú que algunos cientos, la fantasía nos ha servido para dar explicación a las preguntas que no podríamos contestar por el solo hecho de que somos humanos, no podemos llegar tan a todos lados como quisiéramos. Entonces, ante nuestras limitaciones, lo que nos redime es la fantasía.

"Seréis como dioses...", me agrada la frase. Si no tienes inconveniente, acompáñame tantito, en lo que le suelto la rienda a esta fantasía cosmogónica mía.
Dícese que perfectible es toda aquella cosa o entidad que puede adaptarse con eficacia a los requerimientos de su entorno: a los embates sutiles y los que no lo son tanto, al flujo desbocado de los tiempos y al del espacio. Lo perfectible existe y ocupa su lugar dentro de la realidad; lo que ya es perfecto, no.
Perfecto es todo aquello que ya no requiere de adaptarse más, que ya no muta, no crece ni prospera; está fuera de todo tiempo y se mantiene inexorablemente desconectado de todo espacio.
Pongamos que lo perfectible es dinámico y lo perfecto estático.
De tal forma, tenemos que hubo alguna vez un ser infinito de magnitudes cósmicas y que por inenarrables eones habría existido en el seno mismo del universo; creciendo en ese tiempo ilimitado, evolucionando cada vez más perfecto y cada vez menos perfectible.
Rodeado, como estaba, de estrellas y planetas, sucedió que llegó el momento fatal en que se vio a sí mismo al filo de la perfección acabada, donde todo tiende a detenerse para pervivir somnolente en el hielo abismal de la nada.
Se detuvo entonces, cauto y reflexivo; sumido en la total abstracción dentro de los confines eternos de su sabiduría.
Reflexionó y se cuestionó desde el curso mutante de su existencia. Dirigió una mirada al pasado único que había forjado y otra a los futuros múltiples que con pétrea paciencia le aguardaban.
Entonces, hizo su elección.
Cuentan las estrellas que suspendido ahí, en el umbral de la perfección absoluta, la entidad desgarró sus entrañas para verter un mar fuera de sí, quebró sus huesos para que flotaran formando continentes y derramó sus lágrimas creando un cielo que desde entonces no dejó de llover.
Hizo crecer criaturas de su sangre y plantas, espíritus y elementos. Y al final, cuando vio que todo estaba hecho, se desplomó exhalando una última vez sobre todo cuanto había creado. En ese suspiro final se le fue el alma, que se rompió en miríadas de fragmentos al chocar contra la tierra; se internaron los fragmentos en las semillas de la vida y cobraron forma y les brotó un corazón al volverse humanos.
Con el firmamento de testigo y un sol que velaría por ellos, estos seres sin memorias se miraron entre sí y echaron a andar en cuanto terminaron de nacer de la tierra; marcharon al unísono hacia una misma dirección, pues sabían por intuición cuál era el objetivo único de su existencia.
Partieron hacia su destino juntos, juntos vivieron y hubo los que juntos murieron para descubrir con gozo como sus almas se hacían una sola al final. Amar fue una estrategia novedosa que les devolvía infaliblemente su antiguo legado, completándolos, integrándolos a como fueran otrora, miles de años atrás; y la falta del sentido de amar les escindía de nuevo, los devolvía a la semilla de vida rotos y ebrios de olvido, separados y en soledad.
De ésta manera lo perfectible logró permanecer en la senda de lo que evoluciona, avanzando hacia un mañana que le aguarda con ansia leal.
Y por las noches, desde aquél entonces hasta este día, cuando el sol imperial monta guardia, las estrellas conversan de los tiempos de ayer. Titilando, algunas apuestan a que el ser infinito no volverá jamás, mientras otras, las menos pesimistas, apuntan con simpatía hacia la tierra, insistiendo en que lo está haciendo ya; en que está volviendo, aunque despacio, pero es distinto, porque ahora trae consigo el haber aprendido a amar.
"Sicut nubes, quasi naves, velut umbra... Los hombres pasan como las nubes, como las naves, como las sombras..."
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