Una tierna obsesión.

Tanto tiempo había pasado desde la última que sus labios se encontraron con los suyos, tantas noches, tantos días, que en la pantalla de sus recuerdos ya habían empezado a desdibujarse los rasgos de aquél rostro que él le había jurado amar por siempre. Su sonrisa. No podía permitirse olvidar su sonrisa. Él la había amado desde el primer momento, tras la primera mirada, aún sin el consentimiento de su reacia familia. La amó incluso la mañana en que les vio abordar el auto de su padre con rumbo a las vacaciones de ese verano y ella dejo caer, como por accidente, una nota de papel diciendo: no me olvides, te estaré esperando desde mi lecho la noche de nuestro aniversario; se paciente...


De este día, hacía tres años que se habían conocido, la primera tarde de noviembre, cuando surgió un inesperado romance del que nacieran las más profundas penas y la más embriagante de las alegrías. Esa tarde inolvidable fue como lo es esta, con un ocaso naranja incendiando el horizonte, las copas de los cipreses enmarcando un sol lánguido y la gran verja de tosca herrería que le separaba del cuerpo de ella irguiéndose como una muralla a mitad de su camino. El sonrió con una mueca torcida, sabía para su coleto que pocas barreras son suficientes para entorpecer al amor.

Aguardó a que la noche fuese competa y a que no hubiese más iluminación que el natural brillo de la Luna. Esa noche la Luna estaba llena. Llevó sus pasos lejos de la avenida, a lo largo de la interminable muralla por la que no podría cruzar ni una rata, y al cobijo de los árboles, trepó y trepó con una agilidad sorprendente, con una fuerza en cada uno de sus miembros infundida tan sólo por los jirones de recuerdo de los que su consciencia se aferraba, como quien se aferra a un clavo que arde. Se detuvo al llegar a lo mas alto, respiró la atmósfera fría y a sus oídos no llegó un solo ruido, nadie, en el oscuro edificio donde la familia de ella descansaba esa noche, estaba despierto. Entrecerró sus ojos llamándola por su nombre, le avisaba de su llegada asegurándose a sí mismo que ella escucharía su pensamiento. Tanto y tan grande era su amor por el, y mayor aún el que él le prodigaba a ella.

Descendiendo del otro lado le faltó el cuidado que tuvo al subir en un principio; calló tras un descuido y un dolor agudo le escaló de un tirón la pierna. Nimiedades, afirmó a la noche en un susurro. Avanzó a paso renqueante por los jardines, apoyándose de cuando en cuando sobre alguna de las incontables esculturas que habían sembrado por doquier. El césped estaba espeso y crecido, ocultando inintencionadamente las placas de concreto de algún viejo camino que llevaba al edificio. Un largo camino, sin duda. Desde arriba, a sus oídos parecía llegarle su risa pueril arrastrada por el viento, jugueteando con los árboles, arrancándole hojas que le caían, como una dulce lluvia de caricias, rozando sus mejillas, su pecho, sus hombros.

Ella solía decir que de él le gustaban sus hombros, la forma en la que besaba y el modo entregado en que la abrazaba; era un hombre con mucha energía, solía decirle, luego de libar de su aliento en un beso inolvidable. Cada uno de sus besos lo era, podía recordar a detalle cada ocasión en que sus labios se resistían a renunciar a los suyos, a sentirla tan tremendamente cerca, palpitando su pecho a tan sólo un latido del suyo. Ninguna fuerza en el universo era suficiente para separarlos, su andar el la oscuridad de la noche era prueba material de ello; no necesitaba ver la dirección ni el camino, bastaba seguir el pulso de sus latidos que percutían contra el seno de la noche con un eco ensordecedor.

Por fin la Luna le mostró que había llegado, dejando atrás los cipreses oscilando en réquiem al ritmo del viento. La entrada estaba ahí, dando frente a un edificio no tan grande como lo había parecido a la distancia. Había, sobre la puerta, una cruz tan llamativa que parecía de mal gusto y a los costados un par de famélicos ángeles a medio cuerpo emergiendo del muro con un dejo insinuadamente gótico. A ella siempre le gustaron esos asuntos, jamás creyó que podría convencer a sus padres de montar un decorado así; pero, después de todo, bien sabía que ella era tremendamente convincente.

Con una ganzúa violó de un crac el candado y la puerta cedió emitiendo un rechinido que podría despertar a los muertos más renuentes. Se abrió paso entre la oscuridad más absoluta, guiado por su intuición hacia el lecho de su amada, tropiezo tras tropiezo. En su ceguera dejó a sus manos participar de la búsqueda, tocando en una ocasión el muslo de su pierna que encontró extrañamente húmedo, particularmente doloroso. Debió detenerse a tomar un respiro, llevó ambas manos a la herida en su pierna mientras se resolvía nuevamente a restarle importancia.
Una vez que estuviera con ella, tendría la fuerza para encargarse.

El aire que respiró estaba viciado, casi sofocante, mas él interpretó que se trataba de su ansiedad y que por ello le costaba tanto respirar. Sin embargo respiraba, aún.Ella supo que él llegaba, pero había aguardado tanto que se negó a aceptarlo a la primera. Temía más decepciones. Sin abrir los ojos ni moverse un palmo, le escuchó acercarse mientras su descuido causaba sonidos que se tardaban en extinguir. Ella, a diferencia de él, sabía que papá y mamá no despertarían, que no había razón para tener cuidado; ya, desde que era niña, sus padres tenían un sueño Increíblemente pesado. Encontró divertido, sin embargo, imaginarlo torturado por la angustia de tratar de ser silencioso, sin conseguirlo.

El la encontró finalmente, recostada, envuelta en el cobijo de una tela suave como la seda o como el tacto de su piel. Ansiaba locamente sentir su piel. Siendo dulce al sentirla, recorrió los contornos de su delgadez hasta llegar a sus manos, tomó una de ellas con delicadeza y se esforzó por no ser brusco al despertarla. Que delgada se sentía, que fría. Siguió con el tacto la senda de su brazo, hasta el hombro y cruzó por el cuello, ascendiendo por el mentón donde podía adivinarse una sonrisa. Ella había despertado, pero no decía nada, disfrutaba del juego y se dejaba tocar, sentía el roce sobre sus mejillas y el contacto era delicioso, electrizante, incluso en las partes pequeñas en las que la muerte le había arrancado la piel. Él tocó sus labios y, entonces, sorprendido, retiró su mano bruscamente. Tarde recordó que su mano había estado mojada por su propia sangre, horrorizado y sintiéndose profano, se dio cuenta que había manchado el vestido de su amada y su mano, su rostro, su boca.

Ignorando el dolor dejó caer sus rodillas, quedando a su altura ella para murmurar frases de disculpa, ella abrió los ojos y paulatinamente movió el dorso de su brazo hasta sentir los dedos de aquél hombre, se giró sobre el costado, tomando su mano crispada y sujetándola con firmeza, en un incipiente intento por parecer cálida, al tiempo que movía sus labios tratando de decir algo, mas no tenía palabras para decir, y tampoco lo necesario para pronunciarlas. Dejó escapar un gemido débil y atrajo la barbilla del enamorado cerca de la suya, los labios de él cerca de los suyos.

Él sintió una descarga recorrer todo su cuerpo, su sólo contacto con ella era tan tremendamente parecido al orgasmo. La sangre se agolpaba en sus sienes, sus manos temblaban y, mareado, por un instante creyó que moriría de felicidad. Estaba equivocado.

Ella no paró de beber hasta que tuvo a su lado un cadáver seco que rodó por sí mismo hacia las baldosas. Se sentía despierta, despierta como hacía meses no sucedía, y viva. La deleitaba el éxtasis de esa sensación; degustándola, con absoluta lentitud, se incorporó llevando sus pies al frío suelo, gozó de esa frialdad mientras sus pasos la condujeron al exterior de la noche, donde ya la esperaba un baño fresco de luz de la Luna. La puerta por iniciativa propia, a sus espaldas, se cerró despidió un chillido agudo que le sonó a despedida. Ella se giró un poco sobre sus últimos pasos y, tocando la lápida de la familia, con un ligero roce de la yema de sus dedos borró en la roca su nombre y apellidos, que cayeron al viento como arena fina, mientras su gesto dibujaba una roja sonrisa.

Cruzó el bosque de cipreses en absoluto silencio, pero a paso ágil, y atravesó la verja, que se abrió por si misma, como empujada oportunamente por el viento. Salió entonces a la calle, más iluminada y escasamente concurrida. Quien se encontrara con ella, además de notar su belleza inhumana, difícilmente podría adivinar de quien se trataba, ni cómo un accidente en la carretera le había dado muerte meses atrás. Tampoco importaba, la noche apenas empezaba y ella aún tenía algo de apetito extra para saciar antes del alba.

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