En uno de mis recuerdos más viejos mi mamá está sentada en la sala de mi casa, conmigo y trae un mazo de cartas en la mano. Una a una las va poniendo boca abajo, frente a mi y me pide con cada carta que pone que le diga el palo al que ésta pertenece, a veces solo me pide el color, en ocasiones incluso el número. Recuerdo que era una costumbre divertida porque constituían momentos familiares de gran calidad, ella me animaba a adivinar una carta más mientras ya sostenía en mano la siguiente. A veces sabía cuál era la que aguardaba en su otra mano y no la que ponía sobre la mesa.
Hoy en día aún funciona, y si me enfoco jamás pierdo un volado. Es muy sencillo recordar lo que va a pasar cuando las probabilidades son de un tercio de posibilidad.
Hay otro recuerdo donde estoy yo en la casa de mi bisabuela, una viejísima casa en la Nápoles con olor a antiguo y a semillas, porque en esa casa la comida era como la dieta de un pollo. La hermana de mi abuela, que entonces era mi profesora de kindergarten, me sentaba a la mesa de un comedor enorme y me plantaba enfrente un libro de cualquier cosa para que lo leyera. Apagaba entonces las luces y tomaba mi mano derecha para depositarla sobre las hojas abiertas, las yemas de mis dedos sobre las líneas y ella motivándome a empezar a leer mientras cubría mis ojos con un pañuelo que agredía a mi nariz con un perfume dulzón e insoportabe. Solo una vez funcionó esto de la lectura, todas las demás, que fueron muchas, constituyeron un rotundo fracaso.
Aún me acuerdo que mi éxito tenía que ver con una página de algún capítulo de la comedia de Dante, un renglón que hablaba de hombres sepultados de cabeza para todo cuanto restaba de la eternidad.
La primera chica que me gustó durante la secundaria era una popular niña de ascendencia griega que podía hacer saltar un palillo de dientes con solo ponerlo sobre su mano. Lo colocaba en su palma y el mondadientes emprendía una frenética ejecución como si se tratara de un frijolito saltarín. Fué amor a primera vista.
En el Bosque de Chapultepec una mujer que decía haber nacido en las salas del mismísimo castillo me enseñó a leer las runas, en mis sueños.
Uno de los mitos más importantes de África ubica a las mujeres como el primer vínculo con la esfera de lo divino y con la magia, ellas, se dice, son quienes tienen el poder de devolver a nuestro mundo material a los ancestros. Cuando uno muere y trasciende para convertirse en un ancestro guía de la tribu, debe buscar a una mujer encinta para que ella le ayude a volver a estar vivo. Si ella se lo permite, el ancestro regresa transmutado en el hijo de esa mujer.
Buscando más atrás en nuestra memoria cultural, encontramos que las mujeres fueron las primeras que se encargaron de la chamba de ser sacerdote y guía; cuando un nuevo niño cruzaba el corredor que le apartará de una vez del mundo interior de su madre, son ellas quienes le limpian de todo lo material y espiritual que le estorba, para poder abrazarse a la vida; cosa que habrá en delante de hacer hasta el hartazgo. Cuidan los pasos de su desarrollo y le protegen a cada momento de las influencias visibles e invisibles.
Recuerdo que una vez mi madre puso tijeras bajo mi almohada sin que yo supiera en que momento lo hizo. Al despertar me encontré con ellas, que eran marca barrilito, preguntándome cómo era que habían llegado ahí.
En nuestra historia cultural las brujas se han vuelto anatema desde que los hombres nos hicimos del control. El lejano momento en el que las mujeres de poder fueron fuente de la sabiduría humana se borró de los anales y no quedaron más que vestigios de su existencia; meras inferencias lógicas.
En el origen había una diosa, porque se trataba de la Tierra deificada, Gaia, a la que los hombres y mujeres le rendían culto esperando que a cambio les diera más frutos para el próximo año. Entre los humanos y la Tierra quedaron las mujeres como intermediarias del favor divino y el deseo de los humanos. Pero hubo hombres que desearon el poder e influencia que ellas tenían, querían para ellos las repercusiones lógicas que el ser dadoras de vida les brindaba como derechos de nacimiento, así que se dieron a la tarea de cuestionar su credibilidad y labor, y pusieron sacerdotes encima de las mujeres sabias, desterraron a Lilith e inventaron un ritual bautismal que remeda el acto de extraer al niño húmedo y asustado del útero materno. Ellos las fueron borrando a ellas.
Esto, la verdad, fue una estrategia bastante disfuncional, pero pensemos que el ser humano ambicioso suele padecer de una triste percepción de túnel; así que era mucho esperarse que en lugar de arrebatar el poder de ellas propusieran compartirlo. En fin, no eran muy listos.
Ellos las fueron borrando a ellas, y cuando surgía por aquí o por allá una nueva mujer sabia, las enseñanzas patriarcales la transformaban en el objeto de la sospecha y el miedo: una bruja. Y bueno, todos conocemos el punto de ebullición social al que se quema una bruja.
Las brujas fueron entonces la desafortunada evolución de las mujeres de poder, de ellas que son en si mismas el conducto de la muerte hacia la vida. Desde entonces adoptaron conductas de ocultamiento si deseaban desarrollar su conocimiento, disfrazándose de hombres para acceder a los libros o internándose en un convento donde nadie las pudiese cuestionar en su búsqueda. Ir en pos del conocimiento es malo, especialmente cuando se es mujer.
Cuenta un mito que tristemente no ha perdido del todo su vigencia, que en una tierra primigenia donde el hombre y la mujer vieron la luz por primera vez, existió un árbol de aspecto imponente, un tronco poderoso y unas ramas cuyo follaje ocultaba al mismísimo sol y creaba un pequeño ocaso donde usualmente pudieramos encontrar una humilde sombra. De este árbol nacían frutos hermosos, de aspecto delicioso y un aroma vivificante; se dice que jamás caían al suelo por muy maduros que llegan a estar, y se dice también que desde el principio de los tiempos estaba prohibido comer de ellos, era el árbol del conocimiento: Iggdrasill.
Pero un día llegó la primera mujer buscando alimentarse de este gran árbol y a escondidas de los dioses se hizo de uno de esos frutos y lo mordió, lo degustó con su paladar lentamente y lo tragó con suavidad sintiendo como la pulpa en su boca se volvía espuma que descendía por su garganta, trepaba por su olfato e inundaba con un extraño halo su ser de poro en poro, palmo a palmo. Se incorporó entonces, descubriendo se había apoyado en el tronco del árbol para resistirla vertiginosa sensación de que su mundo entero daba vueltas en torno a ella; y entendió.
Entendió porqué no debía comer de aquél fruto, de porqué el no - saber evita las tristezas, pero también la felicidad, de quién era ella y cuál era su destino: el que ella quisiera. Y henchida de felicidad y con el sabor de la libertad en sus labios, fue a buscar al primer hombre para darle a probar del fruto del conocimiento. Y el primer hombre mordió el fruto y lo probó, y entonces él también entendió.
Saber es un derecho de nacimiento de las mujeres en tanto que son seres humanos, y que la sociedad moderna se lo niega en distintas magnitudes porque, finalmente, modernidad no necesariamente implica avance, solo una deprimente y estática actualidad. ¿Qué tanto se asemejan los tiempos modernos a los dias en que nuestros ancestros caminaron sobre esta tierra?, quiza han cambiado las formas de hacer, pero lo que hacemos y creemos hoy es lo mismo que se hizo y creyó hace centurias.
En el mito artúrico también está la historia de un hombre que llega a ser muy grande bajo la instrucción de las mujeres que le rodean, y con su grandeza forja los cimientos de Camelot y guía a Arturo por lo avatares de su vida. Pero si bien la de Merlín es una historia de alguien que fue enseñado por mujeres, también hay historias donde hombres son los maestros de prominentes aprendices; sin embargo estas historias carecen del punch emocional que las otras si tienen. Finalmente la mujer como maestra es un paralelismo del arquetipo de la mujer como madre, una figura dadora de vida, aún cuando la vida ya está ahí; cuando solo la modifica.
Así es esto de las brujas: son mujeres que saben más que los demás y se les nota en la mirada, en su andar; poseen la seguridad de aquél (o aquella) que sabe cosas, pero son cautas. A veces fingen ser inseguras para no asustar, para que no las reconozcan. Hoy en día ya no las quemamos porque ha dejado de ser una práctica políticamente correcta y además el humo de la combustión contamina y dispara los imecas, pero se las descalifica y se les montan adjetivos humillantes con el objetivo de restarle credibilidad a sus palabras, peligrosidad a sus argumentos; sin embargo son mujeres de poder, tal como lo era Morgana, Juana de Arco, la Dama del Lago, Juana de Asbaje, Catalina de Medici, María Magdalena o Lilith. Seguirlas o condenarlas es una opción personal, de cualquier manera ellas continuarán existiendo y esperando a que las busquen aquellos o aquellas que estén dispuestos a aprender a ver.
1 comentario:
Crecí siempre rodeado de muchas mujeres, incluidas, mi madre, mis tres hermanas, abuelas, tías, etc. Siempre me sentí como en una película de Almodóvar. Gracias a eso aprendí a verlas de una forma poco común y llena de respeto. Y gracias a todas ellas, especialmente a mi madre, estoy consciente de que el machismo y prejuicios relacionados, sólo han hecho sufrir a incontables generaciones. Es una tontería, sobre todo cuando veo en casos, como el de mi padre o de muchos conocidos, que llevan el machismo a cuestas, como un tatuaje y como una carga inútil, pero aún invisible.
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